Hace un tiempo alguien quiso que nuestra firma le ayudara a diseñar una estrategia para introducir un nuevo empaque para la comercialización de frutas y verduras. Se trataba de algo novedoso que favorecía la conservación del producto, permitiendo a la vez un mejor diseño gráfico y más exposición de marca. Su precio era significativamente más alto, por lo que había que convencer al productor y/o al distribuidor a fin de que lo adoptaran y le transfirieran eventualmente al comprador final parte de ese mayor costo.
Apenas iniciado el proceso, nuestro potencial contratante dice: “¿y no será más fácil convencer al dueño de una de las cadenas más populares para la venta de frutas y verduras, para que le exija a todos sus proveedores el uso del nuevo empaque?”.
Esta mentalidad – tan común en los países de nuestra región, en donde muchos negocios ‘florecen’ al amparo de imposiciones públicas o privadas– tiene como primer efecto el mal servicio que se le presta al que se ve obligado a usarlo: información incompleta; funcionarios desatentos e incompetentes; infraestructura que deja mucho que desear, y tiempos interminables para completar tareas sencillas.
El desorden, la desidia y el poco interés en hacerlo bien son el resultado del saber que de ello no depende que el mercado siga precisando de su servicio. Empresas que en condiciones de libre competencia ya habrían tenido que mejorar dramáticamente o habrían desaparecido por simple sustracción de materia, siguen existiendo pomposas para el lucro de quienes a ellas se hicieron.
Si se trata de servicios o productos que varios pueden ofrecer –que tienen competencia–, pasa con frecuencia que se prestan a un costo exagerado y con ineficiencia. Como no hay aliciente real para operar con lo estrictamente necesario, para eliminar o reducir donde sea posible, terminan siendo firmas que difícilmente logran atraer a los que en el mercado de los servicios que prestan, pueden elegir entre otras alternativas distintas a las obligadas. Por la estructura pesada y redundante que casi inevitablemente desarrollan, terminan siendo costosas y serían con frecuencia inviables de tener que competir abiertamente en el mercado.
Convencer es mucho más difícil que obligar, pero precisamente porque es un real desafío, si se logra, resulta más poderoso y perdura más. La libertad para elegir que tiene el comprador actúa como un poderoso acicate para que las empresas le ofrezcan cada vez un mayor valor a un menor costo. Neutralizada esa fuerza por la imposición de una norma, desaparecen los incentivos que promueven movidas estratégicas en las empresas para enfrentar exitosamente a la competencia y cautivar al comprador. Y los que se benefician de ello, bien lo saben, pues por eso dedican ingentes esfuerzos a asegurar que leyes y normas mantengan su posición de privilegio, no así a entender mejor qué habría que hacer para seguir operando en el mercado, si no tuvieran más que lo que ofrecen al costo en que lo hacen, para atraer a los compradores.
Ojalá este sea también, en parte, el espíritu de los llamados decretos antitrámites que acaba de expedir el Gobierno en Colombia.
CAMILO GAITÁN G.
DIRECTOR TIPPING FOR BLUE
gaitancamilo@etb.net.co