Mientras en otras latitudes las alarmas de violencia se encienden por la instalación desafiante de embajadas, ataques terroristas y pistoleros dementes, en Colombia el pánico corre por cuenta de la celebración del Día de la Madre.
Es ya un miedo consolidado esa conmemoración, mucho más si cae en ‘puente’, como la que acaba de pasar. Un editorial de El Tiempo, en el mayo cruento del 2016, reparaba en cómo esa fecha se ponen en alerta de guerra las autoridades, la policía y los hospitales, ante “una de las jornadas más sangrientas a las que sobrevive esta sociedad”.
El 2018 no fue la excepción. Muertes y riñas se redujeron en un escuálido 4% con relación al 2017. Pero no se entiende bien por qué. Hubo 5.782 casos de riñas reportadas y atendidas por la Policía en el país, 465 casos más que el año anterior. De ese jaleo, 116 personas resultaron lesionadas.
La debacle se potencia en las grandes ciudades. Medidas extremas se tomaron en Bogotá, Cartagena, Medellín y Cali (contra tirios y gocetas, el alcalde Mauricie Armitage implantó el toque de queda desde el sábado hasta el martes). Y sin embargo, en esas capitales se registró la más alta tasa de homicidios. Bogotá disminuyó y Medellín duplicó el registro, con disparo de rabia en la comuna 13.
A lo anterior, y para que no quede duda de la maldición, el tránsito aportó su gota de sangre conmemorando la Ascensión y poniendo a Jesucristo en grave riesgo. Hubo 96 siniestros, 33 muertos y 146 lesionados el fin de semana.
El día, por otra parte, es un verdadero caos. No se entiende cómo se lleva a almorzar a las “mamitas” –muchas de ellas en condiciones de avanzada edad y dolencias– a restaurantes donde no cabe un alma en pena, la atención se pierde en el bullicio y hay que hacer unas colas de infierno, que no son nada frente al viacrucis automovilístico que termina haciendo del almuerzo unas onces o un anticipo ruinoso de la comida.
Las ciudades se convierten en un caos y el transporte y el tránsito loco desatan los demonios y las iras que ya son mayúsculos e incontrolables todos los días. De esa refriega salen mentadas y damnificadas las madres, qué vergüenza, en su día, aterrorizadas en el puesto de atrás.
Como si fuera poco, y según un relato de Paola Ochoa, la intolerante polarización en que está sumida Colombia les amargó el ajiaco a los que se quedaron en casa. La política de este país, vermífugo de tirrias y señalamientos, hizo que la mamá de la valiente ‘columneadora’ terminara rezando en silencio “para que esto no pasara de un agarrón familiar”.
Un amigo me decía que para evitar esa Babel sanguinaria, el Día de la Madre podría celebrarse en distintos días de mayo, por orden alfabético o sorteo de balotas. La idea no es mala, pero tal vez simplemente divida y multiplique el resultado catastrófico.
¿Cuál es la raíz cultural de ese desborde? ¿Qué hay en fondo de esa demencia? ¿Cómo detenerla antes de que entremos al libro de récords o para el próximo nos manden a los Cascos Azules?