Habían pasado más de diez años desde la última vez que Alberto Carrasquilla estuvo en el Congreso con el fin de ponerles la cara a senadores y representantes. Debido a ello, más de un observador siguió con atención ayer el regreso del Ministro de Hacienda al Capitolio, cuya primera cita tuvo que ver con el comienzo de los debates en torno al presupuesto nacional del 2019, a cargo de las comisiones Tercera y Cuarta de ambas cámaras.
Contra lo que pudiera pensarse, el examen resultó suave. Aunque legisladores y Gobierno dicen que la situación fiscal es difícil, la discusión se llevó con altura y sin salidas disonantes o declaratorias de alarma.
Con tono moderado, el funcionario pidió un plazo razonable para trabajar en las modificaciones que sufrirá el proyecto radicado por la administración Santos y que será sometido a una cirugía profunda. No obstante, quedó claro que el Ejecutivo actual se siente cómodo con el monto total de 259 billones y que lo que viene es una redistribución de partidas.
Pero antes de entrar a examinar el origen de los posibles cambios, vale la pena señalar que hay tranquilidad con los supuestos utilizados. En concreto, el nuevo equipo económico considera que el Producto Interno Bruto está acelerando su ritmo de crecimiento y debería expandirse 2,7 por ciento este año y más de 3 por ciento el próximo. Así mismo, la inflación se ve bajo control, al igual que el desequilibrio en las cuentas externas, mientras que el escenario de precios del petróleo se ubica en un terreno relativamente conservador, pues es inferior a las cotizaciones recientes.
Esos elementos aumentan la probabilidad de que los ingresos públicos se incrementen en más de 10 por ciento, a pesar de que los recaudos tributarios subirían poco, a menos que llegue una propuesta de reforma ambiciosa y los parlamentarios la apoyen. Por ahora, las cuentas de un escenario un poco más holgado se basan en los dividendos que recibiría la Nación de Ecopetrol, cuyos resultados en el primer semestre fueron notables: 6,1 billones de pesos de utilidades, 180 por ciento más que el mismo lapso del 2017.
El juego de sumas y restas permitiría cumplir con lo que establece la regla fiscal, en el sentido de que el déficit fiscal el año que viene no supere el equivalente del 2,4 por ciento del PIB. En plata blanca eso quiere decir un saldo en rojo de 24,9 billones de pesos, inferior en más de cinco billones al calculado en el presente ejercicio.
Hasta ahí parecería que todo está en orden. El problema es que en la versión que recibió como herencia Iván Duque, el espacio para la inversión estatal es mínimo. Si se excluye el pago de las vigencias futuras, atadas en su mayoría al programa de infraestructura, y los recursos a cargo de las entidades que manejan su chequera con cierta autonomía, habría apenas unos 19 billones de pesos para darles a las diferentes carteras ministeriales, casi 12 billones menos que en el 2018.
Puesto de otra manera, el gobierno entrante no tendría espacio para cumplir promesas de campaña. La razón es que una buena cantidad de iniciativas que vienen de atrás se encuentran desfinanciadas, por lo cual lo primero que se debe asegurar es que el Estado honre los compromisos ya adquiridos.
La única salida para recuperar el margen de maniobra es meterle mano al servicio de la deuda, que tendría un salto de 39 por ciento, hasta más de 66 billones de pesos, el año que viene. Cómo moderar ese incremento sin que las obligaciones crezcan más allá de lo aconsejable, es un acertijo a ser resuelto en cuestión de semanas. Sabiendo que lo que se sume en un lado, se debe restar en otro, cuadrar las cuentas no será fácil. Y eso sin tener en cuenta las exigencias de los congresistas, que buscarán más partidas para sus regiones, así la ‘mermelada’ esté proscrita por ahora.
Ricardo Ávila Pinto
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