Ha pasado algo más de una semana desde cuando la Superintendencia de Industria y Comercio emitió la que ha sido tal vez la resolución más controvertida de su historia. Lejos de disminuir, la polémica en torno a la sanción que castiga a una serie de ingenios, instituciones y directivos del sector azucarero con multas que en conjunto ascienden a 320.000 millones de pesos, viene en aumento.
Y es que aparte de las quejas de los afectados, la determinación generó reacciones políticas, en las que más de uno desea pescar en río revuelto. Aparte de intentos de emplazar en el Congreso al Superintendente Pablo Felipe Robledo, también hay protestas populares en formación, ante la supuesta amenaza que hay para la supervivencia de una actividad que tiene como epicentro el Valle del Cauca.
Tal como es usual en Colombia, en donde la gente tiende a opinar de oídas, pocos parecen haberse tomado el trabajo de leer la providencia de la entidad responsable de la sanción, que tiene 197 páginas de longitud. Debido a ello, el debate abunda en interpretaciones amañadas gracias a las cuales es posible influir en uno u otro sentido, mientras el rigor brilla por su ausencia.
Es imposible resumir en unos cuantos párrafos el alegato del ente gubernamental y la justificación de los castigos.
Simplemente vale la pena señalar que, detrás de las disposiciones, hay una investigación seria, que incluyó el trabajo de decenas de personas a lo largo de seis años, pues la primera denuncia se hizo en el 2009.
Por lo tanto, afirmar que lo que hay aquí es nada más que una vendetta política por la supuesta distancia que existe entre los industriales del azúcar y la administración Santos es mentira. Los argumentos utilizados son de fondo y deben ser respondidos de la misma manera.
Lo anterior quiere decir que a los sancionados les corresponde moverse en el terreno de lo legal, primero, haciendo uso del recurso de reposición al que tienen derecho frente a la propia Superintendencia y, segundo, emprendiendo un proceso por la vía de los tribunales administrativos, si lo consideran pertinente. En caso de que la lógica utilizada por Robledo y su gente sea deleznable, es de esperar una revisión a fondo de lo hecho.
En cambio, utilizar otras tácticas entraría dentro de lo criticable. Jugar con los miedos de las personas, hablando de quiebras y despidos masivos es algo inconveniente. El peligro de pasar a las vías de hecho es demasiado grande, como lo es el de entregarles a los parlamentarios la potestad de crucificar a funcionarios técnicos, con la intención de limitarles su margen de maniobra. Si el Superintendente debe ir al Capitolio, que lo haga una vez responda el recurso que será radicado en su despacho en los próximos días.
Vale la pena recordar que aquí hay dos puntos centrales. Uno es dilucidar si los ingenios y el gremio que los representa infringieron, entre otras, las normas que garantizan la libre competencia en Colombia. Al respecto, los acusados han señalado que no es cierto y que tienen las pruebas para comprobarlo, ante lo cual es de esperar que se estudie su respuesta con toda la seriedad del caso para evitar suspicacias sobre supuesta parcialidad o el no respeto al debido proceso.
En caso de que la sentencia se confirme, el otro asunto es el tamaño de las multas impuestas. Aunque se trate de aplicar un castigo ejemplar, este no puede poner en entredicho la viabilidad individual o colectiva de una actividad que es clave para una importante región, al igual que para el desarrollo nacional, y que, con razón o sin ella, siente que está siendo atacada desde varios flancos.
En consecuencia, hay que dejar que las instancias establecidas operen, para lo cual necesitan obrar en derecho, mientras los involucrados en este caso reiteran que acatarán el veredicto, así decidan impugnarlo en los tribunales. Nada más, pero tampoco nada menos.
Ricardo Ávila Pinto
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