Con la primera vuelta de las elecciones presidenciales a 40 días de distancia, es notorio el aumento en el volumen de las promesas de los candidatos. Unos y otros hablan de ayudas aquí, subsidios allá y una menor carga para los contribuyentes. Nadie se atreve a explicar aún cómo va a cuadrar las cuentas de los gastos y alivios adicionales, más allá de un compromiso orientado a acabar con la conocida ‘mermelada’ y el supuesto derroche de fondos oficiales.
La línea preponderante en el debate es que en Colombia se pagan muchos impuestos. De tiempo en tiempo, se insiste en que los gravámenes que imperan en el país rayan en lo confiscatorio, ante lo cual es casi un milagro que no haya una estampida tanto de personas jurídicas y como naturales para radicarse en otras jurisdicciones más amables. Bajo esa lógica, es de Perogrullo afirmar que lo que corresponde hacer es bajar tarifas para estimular la inversión e impulsar el crecimiento.
Aunque en medio del fragor de la campaña es improbable que los aspirantes a suceder a Juan Manuel Santos tengan tiempo para dedicarle a la lectura de documentos técnicos, no estaría de más que los respectivos equipos económicos le den una mirada a lo que dicen los académicos. A este respecto, vale la pena destacar un trabajo que viene de ser publicado en la serie Borradores de Economía, del Banco de la República, y cuyos autores son Hernán Rincón y Martha Elena Delgado.
El estudio en cuestión mira cuánto tributan efectivamente el consumo, el trabajo y el capital en Colombia. Tomando como base los recaudos y la propia información de la Dian, los autores encuentran que una cosa es la carga nominal –que es la que les sirve a muchos para lanzar gritos al cielo– y otra la que se traduce en ingresos fiscales.
Los cálculos tienen corte al 2016, con lo cual no incorporan los cambios que trajo la reforma tributaria, que entró en vigencia el año pasado. Aun así, el reporte es válido porque muestra que pagamos menos de lo que usualmente se cree. Es verdad que como se trata de promedios, existe la posibilidad de que unos pocos asuman la mayor parte de las contribuciones, mientras que otros van ‘en coche’ sin cumplir con sus obligaciones, pero, en cualquier caso, el mensaje es que no se puede hablar de que estamos asfixiados.
Las cifras son elocuentes. La tasa efectiva, en el caso del consumo, es de 11,2 por ciento, frente a una tarifa nominal que era del 16 por ciento en el año señalado. Existe una diferencia atribuible a la mezcla de evasión y la presencia de un grupo importante de productos exentos, pero lo cierto es que devolver el incremento que se hizo en el 2017 en el IVA crearía un agujero en los dineros que recoge la Tesorería.
Por otra parte, llama la atención el gravamen sobre los salarios, del 2,2 por ciento, algo que en comparación resulta inferior a lo que representan los llamados parafiscales o los aportes a la seguridad social. Si bien puede ser necesario profundizar en los números, tal parece que la línea de corte a partir de la cual los asalariados comienzan a pagar impuestos es relativamente elevada. Bajarla sería políticamente impopular, aunque serviría para corregir inequidades que son evidentes.
Uno de esos desequilibrios salta a la vista cuando se observa lo que pagan los individuos por el capital, que es mucho menos en Colombia que en otras sociedades. Si bien ahora los dividendos se gravan para las personas de altos ingresos, en la práctica hay maneras de eludir la norma.
Y en cuanto a las empresas, estas tienen una tributación efectiva más elevada, cercana al 31 por ciento. No obstante, hay que recordar que en el 2016 la tasa de renta era más alta y el impuesto al patrimonio estaba vigente. Ahora la carga es menor, con lo cual la conclusión es la misma: pagamos menos de lo que se dice y la baraja está mal repartida.