Cuando a finales de enero un comunicado gubernamental informó que los precios de los combustibles en Colombia volverían a ser reajustados, no faltaron las protestas en las redes sociales. Pocos días después, varios artículos de prensa recordaron que el valor de referencia del galón de gasolina –9.042 pesos para quien vive en Bogotá– es ahora el más alto de la historia, pues supera en dos pesos el récord establecido en abril del 2012. Con respecto al acpm, todavía no estamos en el punto más elevado, pues los 8.324 pesos por galón, que son la norma durante este mes, distan de los 8.473 pesos de marzo del 2013.
Si las cosas siguen así, es previsible que las quejas van a continuar. El motivo es que aún hay una brecha considerable frente a lo que las autoridades conocen como el precio de paridad. Un análisis reciente del Ministerio de Minas señala que en lo que atañe a la gasolina corriente la brecha es de 724 pesos por galón, mientras que para la de diésel asciende a 1.273 pesos. Si se aplican los criterios que se vienen utilizando desde hace años y a pesar de que los reajustes tienen un techo porcentual al mes, todo apunta a que llenar el tanque de cualquier vehículo será más costoso.
La explicación central de los incrementos está en los mercados internacionales. Como se sabe, las cotizaciones del petróleo vienen al alza, llegando a superar los 70 dólares por barril, en el caso de la variedad Brent. Frente a los niveles de mediados del año pasado, la mejora es del 45 por ciento, aunque en lo que atañe a los refinados, las subidas son un poco menores: 27 por ciento para la gasolina y 43 por ciento para el acpm.
Como esa escalada no se ha replicado de forma equivalente en Colombia, hemos caído varios puestos en la clasificación de los países con los combustibles más caros en la región. Más allá de la aberración de Venezuela, en donde vale más el agua embotellada, o Ecuador, que existe un subsidio importante, estamos a considerable distancia de Brasil, Argentina o Chile, e incluso debajo de Perú y México, para no hablar de Europa, en donde lo usual es pagar más de seis dólares por galón.
En respuesta, más de uno trae a colación el caso de Estados Unidos, que es más económico. La diferencia –recuerdan los conocedores– es que aquí la cascada impositiva es mayor, pues equivale a casi el 30 por ciento en lo que corresponde a la gasolina, cuando se incluye la sobretasa que nutre las arcas de los municipios. De hecho, el peso del valor del líquido frente a lo que marca el surtidor, es inferior al 50 por ciento, pues a la cuenta hay que incluirle, además, márgenes, así como costos de transporte y de biocombustibles, que se mezclan con el hidrocarburo refinado.
Quizás el único consuelo es que debido a que existe un régimen de libertad vigilada, la competencia entre estaciones de servicio hace que usualmente el usuario pague un poco menos en la práctica. Eso para no hablar de la gasolina que llega de contrabando desde el otro lado de la frontera y cuyo flujo a veces disminuye, pero nunca se detiene.
No obstante, más allá de tales circunstancias, el mensaje de fondo es que los combustibles deberían seguir subiendo. En plena campaña electoral, es probable que más de un candidato caiga en la tentación del populismo y prometa que durante su administración se encargará de bajar los precios.
Y aunque eso puede caer bien en sectores de la opinión, hacer ese tipo de afirmaciones sería irresponsable. Suficiente dolor de cabeza es lidiar con el déficit creciente del Fondo de Estabilización que maneja el Ministerio de Hacienda y que sigue acumulando saldos en rojo, para crear un problema todavía más grande que, en medio de la conocida estrechez de las finanzas públicas, no se necesita. Eso sería, valga la figura, como echarle gasolina al fuego.