Ningún colombiano medianamente interesado por el devenir de la realidad del país desconoce los tropiezos que tiene la agenda legislativa en el Congreso, debido al ausentismo parlamentario y la falta de voluntad de varias bancadas a la hora de darle una mano al Gobierno. Esa actitud tiene en dificultades a múltiples iniciativas, incluyendo el proyecto de ley que crea el Sistema Nacional de Innovación Agropecuaria (SNIA), que irá a segundo debate en el Senado, el próximo martes.
El articulado es de carácter técnico y busca llenar un gran vacío con el fin de aprovechar el enorme potencial que tiene Colombia para ser una potencia regional en la producción de alimentos o en materia forestal. Organizar los esfuerzos actuales es fundamental, pues existen labores inconexas e instancias distintas.
Es necesario que, por ejemplo, la academia retome cuanto antes la formación de profesionales que desde distintas disciplinas comprendan y aborden los retos agropecuarios propios de la investigación, la extensión, la asistencia técnica, la generación de empresas o el fortalecimiento de las economías campesinas y comunitarias. En la misma línea de argumentación, es clara la necesidad de que los actores del sector cuenten con más espacio para hacer saber lo que requieren, desde una óptica regional y con el desarrollo sostenible en mente.
Dicha intención no es menor. Se trata de ahondar en los procesos de democratización del desarrollo sectorial en una de las líneas que más contribuye a su modernización: la ciencia y la tecnología, promover la innovación abierta, llevar el conocimiento y su gestión a la dimensión real de un bien público que se incrementa entre más personas y organizaciones hacen parte de su construcción y uso.
Quizá una de las preocupaciones permanentes entre quienes operan programas de extensión agropecuaria o asistencia técnica está relacionada con la financiación de distintos esfuerzos. En consecuencia, el proyecto de ley propone la concurrencia de fuentes que aseguren el dinero para los procesos vinculados a la adopción y el cambio técnico de los productores agrícolas.
Quienes saben del asunto señalan que la planeación no es un proceso desvinculado de las acciones del día a día. Para citar un caso, cuando un grupo de trabajo se reúne para avanzar en el diseño, ajuste o seguimiento de un plan departamental de extensión agropecuaria, no solo está trabajando para un periodo de cuatro años, sino creando los lazos entre empresas, identificando capacidades, previendo riesgos y eligiendo los responsables que llevarán a la práctica aquellas ideas desarrolladas.
Oponerse a todo lo anterior es difícil. No obstante, en el Capitolio se sabe que hay conexidad entre la creación del SNIA y el acuerdo de paz. La lógica es que el propósito de elevar la calidad de vida en el campo a través de estrategias que deriven en mayor productividad de las explotaciones agrícolas contribuye a combatir el atraso ancestral de las zonas rurales, además de contener la violencia. Bajo ese punto de vista, la creación de nuevas oportunidades, distintas a las de emigrar a las ciudades o los cultivos ilegales, se constituye en un gana-gana.
A la luz de esa promesa, incluso los críticos de la negociación con las Farc deberían respaldar esta iniciativa. No hacerlo equivale a seguir transitando en un camino que ha demostrado ser insuficiente para que el campo se transforme de forma equitativa y sostenible. También es seguir con un entorno que, por carencia de una estructura institucional adecuada, avanza con un ritmo menor que el que le demandan los problemas y retos actuales. Asimismo, es prolongar el descontento de productores y comunidades que ven que sus demandas no son resueltas oportunamente.
El tiempo es un recurso valioso, más aún cuando se trata de escapar de los fenómenos que caracterizan el atraso rural. Cruzarse de brazos en este caso, es perder una etapa invaluable para saldar una deuda con las regiones más pobres de Colombia.