Han pasado 25 años desde cuando un titular de El Tiempo señaló que “Se acerca el fin del cultivo de la cebada”. Según la nota, para mediados de 1993 las malterías nacionales comenzarían a abastecerse en su totalidad de cereal importado, ante la incapacidad de los agricultores colombianos de competir con el insumo venido de Canadá o Argentina.
Si bien quedaron algunas parcelas en las que se siguió sembrando la gramínea en el altiplano cundiboyacense y en Nariño, la verdad es que las más de 50.000 hectáreas de épocas pasadas quedaron en una fracción de la cifra. El problema principal era la baja productividad alcanzada, inferior a los estándares internacionales, que hacía poco rentable cualquier explotación.
Ahora, sin embargo, se enciende una luz de esperanza. El motivo es un proyecto impulsado por Bavaria, que fue presentado en sociedad la semana pasada con resultados alentadores, y se encuentra en pleno desarrollo. Tras casi una década de investigación, en la cual se ensayaron diferentes semillas, se pudo identificar una variedad que no solo cumple con las exigencias de calidad de la empresa cervecera, sino que es económicamente viable.
La iniciativa avanza. En el 2017, 242 familias campesinas cultivaron 2.800 hectáreas de cebada maltera, en las que se llegaron a conseguir rendimientos de cuatro toneladas por hectárea, un dato equiparable al que se obtiene en las granjas de los principales exportadores mundiales. El total cosechado representa una mínima parte de las cerca de 300.000 toneladas que necesita anualmente el país, pero deja en claro que aquí hay una opción sostenible.
Para el 2020, el objetivo es llegar a 9.000 hectáreas sembradas, que en ese momento representarían el 10 por ciento del consumo interno. Avanzar hacia esa meta requiere no solo continuar interesando a los agricultores, sino invertir en maquinaria, clave para elevar la productividad. La garantía de compra de la cosecha elimina la incertidumbre de la comercialización, pero es indudable que la utilidad final dependerá de lo que rinda la tierra.
Si se da la adecuada mezcla de persistencia y suerte, es posible pensar en que Colombia disminuirá, de forma significativa, sus compras externas del cereal. La posibilidad de generar buenas fuentes de ingreso en el campo es un aliciente adicional para desear que las cosas salgan bien.
Por su parte, la compañía disminuye el riesgo de fabricación al contar con un insumo clave en la misma zona en donde tiene plantas. Ya en el pasado el mercado internacional ha pasado por épocas turbulentas, pues el cambio climático se traduce ocasionalmente en reducciones en la oferta, que le generan grandes dolores de cabeza a la industria cervecera.
Más allá de las particularidades de este ejemplo, también hay que rescatar el ánimo de establecer alianzas en las que se busca el beneficio de cada participante. Puede ser que el primer esfuerzo le toque al sector privado, pero si las cosas se hacen bien es posible crear una especie de bola de nieve que sume más personas y estreche vínculos en los diferentes eslabones de la cadena productiva.
En el sector de alimentos se podrían replicar esquemas similares. Aceptando que en más de un caso hay asistencia técnica en marcha, orientada a la búsqueda de mayor eficiencia y calidad del producto entregado, falta un largo camino por recorrer. La aproximación tradicional de obtener ganancias a expensas del otro sigue imperando, lo cual perpetúa el atraso de las zonas rurales y, de paso, limita la capacidad de consumo de un importante segmento de la población.
Debido a ello, vale la pena concentrarse en el largo plazo y aplicar los preceptos del valor compartido que promulga Michael Porter. El proceso puede ser demorado, pero es un mejor negocio para todos. Y eso no tiene precio.