Dicen quienes se precian de saber la historia, que hace varios años un ministro de Agricultura recibió en su despacho a un importante inversionista brasileño, interesado en desarrollar un proyecto de gran escala en la zona de la Orinoquia. El visitante explicó que las condiciones de la zona eran similares a las del Cerrado en su país, en donde tierras de mala calidad se pudieron mejorar, dándole paso a una revolución productiva.
El entusiasmo del visitante duró poco, una vez se le explicó que una ley sancionada en 1994 impedía la acumulación de propiedades que hubieran sido baldíos de la Nación, las cuales superen en extensión una unidad agrícola familiar. Esta última varía en tamaño, dependiendo de la zona, y va desde unas hectáreas en la región andina hasta más de 1.500 en el departamento del Vichada.
El objetivo original de la norma era impedir la acumulación de predios por parte de las mafias del narcotráfico, pero con el correr del tiempo se interpretó como una barrera contra el latifundio. El problema es que la camisa de fuerza hizo inviable la agricultura intensiva, ideal para iniciativas ambiciosas en las que funcionen las economías de escala, por lo cual el brasileño de marras dijo que prefería probar suerte en otra parte.
Si las cosas se hacen bien, a la vuelta de unos años el sector agrícola debería repuntar y con él la seguridad alimentaria del país.
COMPARTIR EN TWITTERLa discusión pública se hizo más compleja cuando hace algunos años se denunció que empresas nacionales y extranjeras habían adquirido propiedades en los antiguos territorios nacionales, mediante el uso de diversos esquemas jurídicos que llegaron a ser duramente cuestionados. Sin entrar en los detalles del caso, el tema dio para intensos debates en el Congreso, con lo cual parecía imposible encontrar una salida.
La solución llegó con la propuesta de permitir la creación de las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social, conocidas como Zidres. El objetivo fue establecer áreas en las que pudieran existir extensiones importantes dedicadas a agricultura, ganadería, pesca o proyectos forestales, promoviendo las asociaciones, incluyendo a los dueños de terrenos que fueron baldíos.
El trámite del articulado fue accidentado. Una primera versión radicada en el 2014 naufragó y una segunda se aprobó a finales del año siguiente, tras un duro debate. El texto se sancionó en enero del 2016 y en agosto salió a la luz pública un decreto reglamentario.
No obstante, partidarios y críticos de la ley sabían que la batalla definitiva tendría lugar en la Corte Constitucional, que el miércoles se pronunció sobre una primera demanda.
Aun cuando el comunicado todavía no se conoce, ni mucho menos el texto del fallo, el alto tribunal reportó que la norma sobrevivió el examen, con modificaciones menores.
Así se despeja un escollo enorme, gracias al cual se acepta la coexistencia de la economía campesina con la agricultura extensiva. Es de suponer que con la viabilidad jurídica obtenida, empezarán a moverse los engranajes que permitirán definir las Zidres, algo que exigirá el visto bueno del Conpes.
Aunque las críticas seguirán, difícilmente se puede hablar aquí de que ha sido firmado un cheque en blanco. El procedimiento es dispendioso y requerirá varias instancias, comenzando con los concejos municipales. La curva de aprendizaje es larga, por lo cual no vendrá una avalancha de solicitudes.
Aun así, no hay que desconocer que se ha dado un paso adelante, que además saca del limbo los títulos de propiedad entregados antes de 1994. Si las cosas se hacen bien, a la vuelta de unos años la producción agropecuaria debería repuntar y con ella la seguridad alimentaria.
En su momento, el Gobierno habló de inversiones que ascendían a varios centenares de millones de dólares, si la incertidumbre legal terminaba. Ahora que ese parece ser el caso, llega la época de volver realidad las promesas, a ver si, por fin, Colombia aprovecha el enorme potencial que tiene en el campo y lo hace de manera inclusiva y sostenible.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
@ravilapinto