Una de las características que definen el conflicto armado colombiano de los últimos tiempos es que las zonas en que se libra con mayor intensidad, periféricas para el Estado y sus instituciones, se han constituido en verdaderos epicentros para el mercado y sus actores. En particular para sectores económicos estratégicos, tales como el minero-energético y el agroindustrial. Allí están los recursos y potenciales más atractivos para la competitividad de Colombia en el escenario global durante los próximos años, V.gr, agua, producción de alimentos, biodiversidad y fuentes energéticas. Son las mismas zonas en las que otrora las guerrillas quisieron, sin éxito, establecerse como Estado sustituto por la vía de las armas.
En el contexto de transición hacia el posconflicto, esas regiones, con recursos y sin Estado, configuran campos de batalla decisivos, de fuerzas que convergen para disputarse su control, en principio, ya no con el recurso bélico, sino ahora a través de la política. Los jugadores son al menos de cuatro tipos.
El primero lo conforman las mismas guerrillas y los grupos políticos de izquierda sobre los que estas cabalgarán tras la dejación de las armas. Su tesis es que la derrota militar insurgente no significa el triunfo de las instituciones en el territorio y menos aún en la población. Su apuesta es instaurar la revolución a través de la política. Su método, acrecentar las expectativas ciudadanas para exacerbar sus frustraciones. Le apuestan al fracaso del Estado y a la crisis del sistema político, que es la autopista de los populismos.
Aunque con un proyecto nacional, sus primeros pasos son regionales. Sustituyen su estandarte ideológico, que no atrae, y enarbolan los de los derechos humanos, el medioambiente, la protección de minorías y en general los de la protección de los vulnerables. Buscan poner a los ‘débiles’ contra los ‘fuertes’; ellos encabezando a los primeros. Su consigna, el ataque a los poderes estamentales, en especial al sector productivo.
El segundo tipo de jugadores está constituido por los defensores del status quo. En este caso, grupos políticos y económicos de estirpe regional opuestos a reformas, máxime cuando quiera que puedan comprometer sus intereses. De estos actores hay dos versiones y profundas diferencias entre ellas. Por una parte, quienes han obtenido y podido preservar sus bienes y demás derechos pese al asecho de la violencia. Su preocupación y su objetivo es garantizar que el posconflicto no se constituya en el motivo para la trasgresión a sus intereses en nombre de la paz. Su mayor amenaza es el abuso del poder por parte de las propias instituciones, en el prurito de conquistarla.
El tercer grupo de jugadores, bifurcado del anterior, lo conforman actores y círculos de poder que han acumulado privilegios políticos y económicos respaldados en la violencia.
Se trata, en este caso, de verdaderas élites regionales, unas de izquierda y otras de derecha, que construyeron y mantienen sus emporios de dominación territorial a través de la intimidación de las armas. En este ámbito se sitúan los mayores enemigos de la solución política al conflicto armado, al menos hasta cuando esta suponga la legalización o la creación de garantías para sus poderes de facto. Aquí está el germen de las disidencias. También, los más férreos enemigos de cualquier expresión de Estado en los territorios, incluida la actividad empresarial.
Y en el cuarto tipo de jugadores en este campo de batalla política, se ubican quienes buscan incorporar los territorios y pobladores de las zonas periféricas en los circuitos de la gobernabilidad y el desarrollo, creando las condiciones para aprovechar las ventajas competitivas que le ofrecen al país para las próximas décadas. Una alianza del Estado y el mercado, desde un enfoque moderno, que supone la inclusión de los habitantes de esas regiones en los beneficios del progreso. La construcción y legitimación de las instituciones desde y para los territorios, como fuente de una paz duradera.
Configurada así la arena política, las empresas de sectores estratégicos que operan en esas zonas tienen el desafío de inscribirse en una postura e incidir en el debate, para impedir que sus detractores ideológicos las sitúen en el terreno de los victimarios y ‘enemigos de la paz’, y evitar que las propias instituciones escuden su déficit de gobernabilidad democrática en la responsabilidad social empresarial. La postura estratégica central del sector empresarial para el posconflicto en estas regiones, en las que muchos apuestan al fracaso del Estado y varios buscarán que las empresas interfieran entre su oferta y las demandas de la población, tendrá que ser entonces acercar al Estado y los ciudadanos. Incluso movidos por las mejores intenciones, es muy fácil hacer lo contrario.
Ernesto Borda Medina
Director Ejecutivo de Trust
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Posconflicto y sectores
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Ernesto Borda Medina
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