Las reivindicaciones rurales están en el ADN de las Farc. Se dice, con frecuencia y razón, que esa es una guerrilla campesina.
La aspiración de alcanzar un ‘socialismo’ rural, explicó su pretensión de fundar ‘repúblicas independientes’.
Desde siempre, para esa guerrilla la vocación de poder y, por lo tanto, la paz, han supuesto el ejercicio del poder sobre el territorio.
Durante los años 90, las Farc procuraron, sin éxito, ejercer control en los departamentos del sur del país.
Se vincularon al narcotráfico, con el fin de contar con fuentes económicas para mantener su estructura armada y desarrollar su estrategia de confrontación.
Pero no solo para ello, también con el fin de contar con un importante instrumento de negociación bajo lógicas territoriales: el control sobre la erradicación de los cultivos ilícitos.
No obstante, si para las Farc el narcotráfico fue funcional al sostenimiento de su proyecto revolucionario, su revolución terminó tributada a los intereses del narcotráfico.
Su asocio al negocio erosionó internamente su estructura y ha borrado progresivamente la legitimidad de su lucha. Es de suponer que la dirigencia insurgente tendrá afán en detener esa degradación y en darle un sentido a estos ya casi 50 años de conflicto. Y tiene forma de hacerlo, si deja de hacer parte del problema y se asocia efectivamente a su solución. Una solución innovadora, ante el fracaso de la actual política mundial contra las drogas ilícitas.
El Gobierno y las Farc pueden avanzar hacia la creación de una política de desarrollo rural integral, que parta de un proceso de erradicación voluntaria de cultivos ilícitos en áreas de presencia insurgente histórica, con proyectos agrícolas alternativos que asocien a los campesinos como propietarios de tierras y acciones en negocios con el sector privado, en torno al cual se movilicen recursos de la comunidad internacional en aplicación del principio de la responsabilidad compartida.
Unir la solución al conflicto con la solución al narcotráfico sería, sin duda, una oferta interesante para el país y la comunidad internacional en las actuales circunstancias.
Facilitaría, además, el camino de lo que hoy constituye el mayor escollo de cualquier proceso de paz: la suerte judicial de los guerrilleros.
Esta fórmula, establecida desde la creación del Fondo de Inversiones para la Paz, hizo parte de la concepción original del Plan Colombia en el Gobierno Pastrana.
Fracasó en aquel entonces por la codicia de las Farc, que –calculando un escenario de acumulación y no de saturación de sus capacidades militares y políticas–, quisieron aplicarla en lo que comprendían para entonces como su propio ‘Estado’, exigiendo ampliar con ese objetivo la extensión del despeje de El Caguán.
Es oportuna hoy, pues, aunque el Estado ha logrado contener la amenaza representada en la guerrilla, tiene aún el desafío de consolidar sus instituciones sobre las regiones que han sido objeto de su influencia y las cuales no han merecido la prioridad del sistema político, al contar con recursos pero no con votos.
El proceso de paz con las Farc puede contribuir a resolver ese déficit de la oferta estatal y a lograr la inclusión de esos territorios en las dinámicas nacionales de gobernabilidad y desarrollo.
Ernesto Borda M.
Director Ejecutivo de Trust
eborda@trust.com.co