Con esta sencilla frase, la gente del común explica por qué algo que se quiere mucho o se aprecia puede ser motivo de cuestionamiento en determinados aspectos. Esto, porque puede parecer extraño que el más afecto ose controvertir alguno de sus elementos. Eso es exactamente lo que me ocurre en el caso del sector agropecuario, actividad a la que me encuentro entrañablemente ligado.
En artículo publicado en Portafolio, y cuyo autor es el presidente de la SAC, Rafael Mejía López, hace una defensa de la parafiscalidad diciendo que esta es una respuesta a la falta de un Estado fuerte que asigne importantes recursos en investigación, innovación, desarrollo tecnológico y, en general, un mecanismo con el cual los sectores productivos enfrenten la competencia internacional.
Si bien concuerdo, en parte, con la alusión a la ventaja que ha reportado para algunos casos la disponibilidad de recursos para la inversión en investigación y desarrollo tecnológico –no son muchos–, no puedo estar del todo de acuerdo con la apología que hace del mecanismo. Desde hace mucho tiempo, he sostenido que este no es el mejor mecanismo para impulsar el desarrollo agropecuario, pues son varios los defectos de los que adolece.
Primero, es un sistema impositivo paralelo al ordinario, con el defecto grandísimo de no cumplir el requisito básico de que los impuestos deben tener representación y no deben ser de destinación específica. Aunque la norma que determina la parafiscalidad es expedida por el Congreso, en la práctica no hay debate ni controversia alguna, dado que son los propios beneficiarios los que la presentan y tramitan con la participación del Gobierno. En rigor, la forma de operar contraría absoluta y totalmente el principio fundamental de que no puede haber impuestos sin representación. Proceder de forma diferente constituye una tergiversación de un principio democrático.
Segundo, tampoco resulta conveniente utilizar un sistema como este para modificar las relaciones de intercambio entre los agentes económicos por la vía impositiva –rompe el principio de neutralidad–. Es el caso, por ejemplo, del precio de un bien como el aceite de palma o el cacao, que por obra de la determinación de un tributo para cubrir la parafiscalidad, por el efecto traslación al precio del impuesto o de la contribución, no refleja los costos reales del bien.
Tercero, la defensa que hace del fortalecimiento de la capacidad de inversión, gracias al apoyo que le brinda el sector privado, que en ausencia de un sector público fuerte provee recursos para incrementar este importante rubro. Como se dice coloquialmente, aquí se puede aplicar el aforismo ‘del ahogado el sobrero’. Si el Estado no cuenta con recursos para soportar la inversión, no está mal que el sector privado, con los suyos, apoye este vital frente; sin embargo, los recursos deben ser diferentes a los que obligatoriamente debe entregar al Gobierno. Sobre este aspecto, serias dudas tengo acerca del cubrimiento y la eficacia del empleo de los recursos de la parafiscalidad en sectores diferentes a café, caña de azúcar, palma, entre otros, los más eficientes en este frente. A esto se une el desperdicio y el mal uso de los dineros asignados. Por razones prácticas, el solo hecho de que la norma esté constitucionalmente reconocida, es suficiente para no pretender introducir modificaciones al sistema; empero, no dejo de considerarlo inconveniente.
Gabriel Rosas Vega