Aunque aparentemente el tema de esta nota no tenga relación con la economía, lo cierto es que sí la tiene, y mucha. Basta echarle una mirada a los ‘costos transacción’ –aquellos gastos atribuidos a factores externos a la producción de un bien o servicio: inseguridad, falta de infraestructura, mala administración de justicia– para comprobar que sus implicaciones en el sistema productivo son enormes y, por tanto, interesa a los economistas abordarlo. El tema es la creciente violencia de niños y jóvenes menores de 18 años.
En el programa de la Cadena Caracol Séptimo Día, su director, Manuel Teodoro, presentó un completo informe sobre una investigación que le tomó seis meses hacerla relacionada con la violencia, el crimen y la podredumbre que, dicho literalmente, se ha tomado a la juventud colombiana, en particular, la ubicada en los cinturones de pobreza de las grandes ciudades. Respaldado con el testimonio de especialistas, de gentes del común afectadas por la terrible descomposición social, de testigos supérstites de la violencia y de los propios actores del drama, desnudó una realidad que rápidamente se ha convertido en uno de los problemas más graves de la sociedad colombiana, puesto que es una verdadera afrenta para todos los que nos preciamos de vivir en una sociedad civilizada.
Tal como se plantean las cosas, no parece haber solución viable a corto plazo para la devastadora enfermedad. Obstáculos internacionales derivados de la firma por el país de acuerdos o convenios, fuertes limitaciones para e1 ejercicio de la autoridad establecidas en la propia legislación nacional, la carencia de recursos económicos suficientes para hacer las inversiones necesarias, la proclividad al mal de actores y padres de familia y el absurdo enfoque del voluminoso Código del Menor, que en algunas de sus disposiciones los protagonistas del mal encuentran un verdadero estímulo para persistir en él. Da escalofrío oír la declaración de un mozuelo de 17 años, convertido desde hace tres o cuatro años en un redomado hampón y en un asesino a sueldo, que sostiene que el mal sí paga, pues un asesinato le cuesta un año de sanción –no de castigo– dado que la norma vigente obliga a la autoridad a liberarlo al cumplir 18 años. Es tal el desenfado con el que actúan, que descaradamente elogian la comodidad de la estadía en los mal llamados centros de rehabilitación y la decisión permanente a falsificar sus papeles para mantenerse durante dos o tres años más en 18. La tasa interna de retorno de esa malévola inversión es muy alta.
Con todo, lo peor está en el hecho de que sólo se habla de políticas públicas orientadas a la represión del delito y poco o nada de las acciones necesarias para la prevención. Siendo la carencia de una buena educación la causa más evidente de este trastorno social, en el primer plano de las soluciones debía aparecer la determinación irrevocable de la sociedad –esta tarea no es sólo del Gobierno– de multiplicar los esfuerzos para sacar de la miseria y de la ignorancia a tanto indigente. Siguiendo la voz popular que dice: ‘más vale prevenir que tener que lamentar’, los colombianos deberíamos apersonarnos de este problema, pues la viabilidad económica de nuestra nación, está en juego. Con una violencia de la intensidad que estamos viviendo por obra de los muchachitos, los ‘costos transacción’ seguirán aumentando y, por supuesto, nunca llegaremos a ser competitivos.
Juventud descarriada
Con una violencia de la intensidad que estamos viviendo por obra de los muchachitos, los ‘costos tra
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Gabriel Rosas Vega
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