Las iniciativas gubernamentales en educación, y ciencia, tecnología e innovación (CT+I) han contrarrestado esfuerzos y dispersado recursos. El alcance del programa Ser Pilo Paga es restrictivo –incluso prohibitivo ante las onerosas matrículas en el sector privado– y contraviene el mandato constitucional del derecho a la educación. La gratuidad y la cobertura plena, mediante las universidades públicas, debería ser el objetivo de una genuina política de Estado.
Además, consabidas las fallas en la gestión pública de contratos y subsidios, y el riesgo de corrupción para concentrar la demanda de recursos, las instituciones privadas (‘sin ánimo de lucro’) no deben sustentarse del erario. No sea que terminemos confundiendo el ‘número de doctores investigados’ (i.e. ser ‘pillo’ paga), con el indicador de competitividad ‘número de investigadores con doctorado’.
Esto último expone otro problema en Ser Pilo Paga: su visión de corto plazo. El programa debería promover el desarrollo de habilidades de investigación, asegurando el acceso de los mejores egresados de universidades públicas a maestrías y doctorados con énfasis en CT+I, que determinan cuáles profesionales son analfabetas en la economía del conocimiento y qué países diseñarán los mentefactos o producirán los artefactos de la cuarta revolución industrial. Esa discontinuidad en los programas gubernamentales, en diversos ámbitos, ha frustrado buenas intenciones. Entonces, es un error desconectar la educación de su producto tangible, la CT+I, que adolece el estropicio de la innovadora ‘mermelada’, y la inconsistencia del Presupuesto de la Nación con las políticas y parámetros de la Ocde (club de mejores prácticas cuya vinculación pretendemos, ignorando las lecciones que dejaron las fallidas experiencias con los TLC).
Como sea, los progresos en CT+I son exiguos porque, al igual que en Ser Pilo Paga, el sector privado va a rueda del erario; por eso cada actualización del Reporte de Competitividad Global expone resultados predecibles y concluye perogrulladas. Hoy, el país ocupa la posición 66 (entre 137 países), y debajo de ese escalafón aparecen la mayoría de indicadores en los pilares relacionados con educación e innovación, como la disponibilidad de científicos e ingenieros (72), y la inversión del sector privado en CT+I (89). El primero se explica porque los estadistas son economistas o abogados, cuya ‘austeridad inteligente’ proyectaba contraer 42 por ciento los recursos asignados a CT+I; al final destinaron un insignificante 0,1 por ciento del presupuesto general, que aunque parece error estadístico es lo normal. El segundo expone un comportamiento especulativo, inducido y legitimado por patrocinios que confunden innovación con cualquier cosa; además refuerzan la desigualdad porque las principales beneficiarias son las empresas grandes y medianas.
Colmo de males, en lugar de reformar el Icetex y Bancoldex, y regular a los agentes privados, el gobierno del derroche descapitalizó el Fondo Nacional del Ahorro. En definitiva, dejó out las tan de moda educación y CT+I, haciendo gala de ‘novación’: término que explica cómo desviaron esos imperativos de desarrollo, por otras ‘obligaciones’ derivadas de la tiranía de las urgencias (y el lobby).