El debate se encuentra servido respecto a la implementación del fracking: Colombia adoptará el camino del crecimiento a corto plazo, sin tomar en consideración variables que contribuyan a hacer sostenible el desarrollo, casi que a cualquier costo, para favorecer los pingues beneficios de unos pocos o, por el contrario, decidirá aplicar el principio de precaución, ante la avalancha de riesgos documentados en materia de deterioro del medioambiente, contaminación del agua, fractura de suelos y atentados contra la salud, entre otros.
Los economistas del establecimiento y aquellos al servicio de las multinacionales presentan argumentos puramente economicistas y, a menudo, falaces para defender su explotación: se nos agotan las reservas, los recursos fiscales disminuirán, tendremos una crisis de ingresos, se duplicarán las reservas probadas. En fin, si no nos subimos al tren en movimiento, será la debacle, así el tren vaya para Auschwitz.
Los economistas al servicio de la sociedad defienden la necesidad de un modelo de desarrollo alternativo que permita incorporar progreso técnico y la capacidad humana en actividades productivas que liberen el crecimiento de la dependencia de la explotación de recursos no renovables, para la creación de un ‘círculo virtuoso’ en agricultura, industria, servicios con valor agregado y hasta economía naranja, como insiste el Presidente.
Los abogados del establecimiento y al servicio de las multinacionales juegan a aprovechar las ventajas ‘cuasi absolutas de seguridad jurídica’ que se conceden a los inversionistas protegidos hasta de la ‘tentativa de sospecha’ cuando quieren realizar una inversión. Casi que cualquier decisión previa de las autoridades y el Gobierno pueden conllevar demandas ante los tribunales de arbitramento internacionales, tal y como consta en las actualmente presentadas contra Colombia y que, de ser aprobadas, ponen en riesgo, esas sí, la estabilidad fiscal y macroeconómica.
Otros, al servicio de la sociedad son conscientes de la necesidad de impedir el avance de autorizaciones previas a las empresas, incluso de exploración, hasta tanto no se realicen investigaciones responsables y se clarifiquen las reglas de juego jurídicas. Un segundo conflicto, entre muchos otros, es obvio: la nación es propietaria del subsuelo y la sociedad del suelo. La estrategia ha sido la de debilitar el carácter vinculante de las consultas populares. Pero, de otra parte, la presión de las organizaciones de la sociedad civil es cada vez mayor en contra del fracking. De permitir esta explotación en contra de la sostenibilidad del desarrollo, simplemente sería decirle a las regiones: construyan sus casas como deseen que nosotros destruiremos las bases como decidamos.
No nos engañemos, el debate no es simplemente con los ambientalistas, es contra los depredadores que creen en el ‘capitalismo salvaje’, como la Ministra de Minas, cuya misión en el cargo es convencer al Presidente de las bondades del fracking. Simón, que de bobito no tenía nada, aconsejaba a los promotores del fracking: “Vio un montón de tierra que estorbaba el paso. Y unos preguntaban ¿qué haremos aquí? Bobos dijo el niño resolviendo el caso; Que abran un grande hoyo y la echen allí”. Los bobos somos, al parecer, los que creemos que hay que decir basta y construir un futuro con esperanza para las futuras generaciones.