Quienes nacimos a finales de la década del 50 y comienzos de los 60, heredamos el resentimiento de nuestros padres que sufrieron el desangre de una sociedad, en gran parte rural e inculta, incentivada a asesinar por los líderes de los partidos de la época, que en forma incendiaria e irresponsable motivaron el odio hasta que llegaron a gobernar alternativamente, excluyendo de la cosa pública a quienes pensaban diferente. Luego, vivimos el fragor constante de la guerra generada por las guerrillas, hasta desembocar en la tragedia ocasionada por el frenético monstruo del paramilitarismo, tristemente auspiciado desde algunos sectores de la institucionalidad.
Todo ha ocurrido en una Colombia herida por una gran brecha social.
Los sectores de mayores ingresos y comodidad contrastan con amplios grupos al margen de la propiedad de la tierra, del acceso digno a la salud, a la educación, al techo, al alimento y al trabajo decente y formal. Brecha que para hoy, según lo expresan estudios de organismos internacionales y de investigación, mantiene existencia con una preocupante amplitud, a pesar de los ingentes esfuerzos desarrollados en los últimos años. A lo anterior se suma un progresivo proceso de deterioro moral, producto del falso valor del dinero rápido y mal habido en el narcotráfico y la corrupción, que ha permeado los diferentes estamentos públicos y privados.
En este contexto, llegaron los acuerdos de paz que concentran nuestra atención y que no implican ‘sapo’ alguno, pues Colombia permanece intacta en su concepción constitucional de Estado Social de Derecho. La existencia de la propiedad privada tampoco resulta afectada. Los compromisos a nivel rural corresponden a la política que debió ponerse en marcha hace muchos años, para superar los graves problemas de la alta concentración e informalidad de la propiedad rural, del uso inadecuado de la tierra y del grave deterioro de sus recursos naturales. En materia de reforma política, conllevan la convocatoria de todos los sectores para adoptar medidas que permitan fortalecer la democracia y hacer una transformación moral que dignifique el ejercicio de la política. El sistema de Justicia Transicional, avalado hasta por la Fiscal de la CPI, responde a la necesidad de aplicar el nivel de justicia que demanda un proceso de esta naturaleza. Y todo esto a cambio de silenciar los fusiles y de apagar el fuego de la destrucción y la muerte para que nuestros hijos vivan en un ambiente en el cual impere el amor antes que el rencor.
El ‘castrochavismo’ en Colombia no dependerá de la participación de los desmovilizados en política. Este riesgo, tal y como sucedió en Venezuela, depende exclusivamente de los partidos y del sector empresarial colombiano. Pues ellos tienen la responsabilidad histórica de promover y concretar los cambios urgentes que pasan en forma inexorable por el repudio a la corrupción y su sanción ejemplarizante.
Nuestro país está lleno de potencialidades. Con posibilidades inmensas de construcción de bases empresariales e infraestructura suficiente para producir bienes y servicios. Con una gran variedad de recursos naturales que permitirían, aún hoy día, a pesar del deterioro del medioambiente por su explotación irresponsable, proveer productos agropecuarios y minerales diversos para satisfacer las necesidades de toda nuestra sociedad y para competir en los mercados internacionales en excelentes condiciones.
Con personas trabajadoras de especiales calidades.
No nos desgastemos más en confrontaciones personalistas. Digamos: “Bienvenida la paz”, votemos SÍ en el plebiscito y empecemos a construir con optimismo el futuro que nos merecemos.
Gustavo H. Cote Peña
Exdirector de la Dian
gcotep@yahoo.com
columnista
Ni sapos ni ‘castrochavismo’
Este riesgo, tal y como sucedió en Venezuela, depende exclusivamente de los partidos y del sector empresarial colombiano.
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Gustavo H. Cote Peña
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