Nunca será demasiado hablar de la versatilidad de Mario Laserna. Era un hombre profundo y sabio, que Fernando Cepeda, con quien fundara el departamento de ciencia política de los Andes, rivalizaba en un contexto de opiniones muy productivas. Los vivimos en un episodio aislado en algunas tertulias políticas en los albores del Frente Nacional. Recién publicó su libro, Estado fuerte o caudillo: el dilema colombiano, fruto de sus análisis sobre la sociología política alemana y sus numerosas lecturas biográficas, se produjo un profundo debate en torno a la tesis que promulgaba. Mario, como conservador disidente, pero no dogmático, de poco recibo en el olimpo celeste por ser un iluso que exponía verdades, dijo una de las suyas.
Sostenía que los países subdesarrollados no habían soportado las instituciones democráticas norteamericanas ni europeas porque pesaba más en ellos la visión caudillista de los conquistadores y colonizadores que habían llegado a América. Nos influía más la actitud y el comportamiento paternalista y despótico de los españoles, que los vientos de libertad y federalismo que se respiraban en el país del norte. La savia nutricia de las instituciones norteamericanas no calzaba con nuestra cultura hispánica: esa contradicción distraía las posibilidades de una democracia más valedera entre nosotros.
La tesis de Laserna se esparció con la idea de que, en países como el nuestro, lo que necesitábamos era un ‘dictador bueno’ que armonizara la democracia anglosajona con las acciones de un gobernante fuerte, implacable, que no dejara espacios a la protesta civil ni la insurgencia. Para quienes transitábamos en aquel entonces el romanticismo de un liberalismo doctrinario y serio, más apegado a la imagen de una estirpe calvinista de nuestras instituciones, la propuesta de un ‘dictador bueno’ nos parecía una peligrosa aventura de absolutismo.
En algún momento surgió la revista La Nueva Prensa, de Alberto Zalamea, en la cual se exaltaron el nombre y las actuaciones del general Alberto Ruiz Novoa, como el personaje providencial de la teoría laserniana. Fue una ilusión que se apagó pronto en todos los seducidos por la impresión de que él era quien podría ofrecer un perfil progresista para darle contenido de justicia social a un Frente Nacional atiborrado de privilegios. A poco andar, ese conato de culto a la personalidad se disolvió cuando la revista dejó de existir.
Pero la raíz del argumento ha subsistido: con diferentes matices y en varias épocas, la apelación hacia un líder providencial y fuerte ha sido una búsqueda constante de la política colombiana, en especial cuando parecen existir más señales de anarquía que orden en el manejo de los asuntos públicos. Una parte de esa expectativa radica en la incontestable aceptación que tenemos de los jefes autoritarios, con don de mando, con pulso firme en las situaciones difíciles; la tendencia a claudicar en ellos nuestras decisiones vitales solo parece mitigarse con la aceptación de un cierto tono paternalista y amistoso que los dominadores tienen. Si a esto se suman otras particularidades como la tenacidad y el narcicismo, el cuadro del dictador bueno queda completamente aceptado.
El intento de algunos biógrafos de traducir el pensamiento político bolivariano hacia el de un caudillo antimperialista también hizo parte alguna vez de las interpretaciones sobre los dictadores buenos, y tiene sus seguidores. No obstante, Laserna no se expandió de esa manera porque trataba de encontrar la alineación de los astros entre el constitucionalismo norteamericano y las necesidades de frenar las pasiones políticas impidiendo la fuerza del desorden. Mucha tinta ha corrido en este intento y nada parece señalar que los dictadores buenos convengan como un bálsamo de la sociedad.
Jaime Lopera
Consultor privado