El siniestro del barco Concordia en las costas italianas, es una muestra de las enormes diferencias entre las ciencias físicas y las sociales: mientras un selecto grupo de ingenieros, arquitectos y navegantes por largo tiempo se esmeraron en diseñar y construir la nave, un idiota hunde el buque en pocos minutos de distracción. En la confección de las leyes ocurre algo similar.
En todas las sociedades existe un gremio anónimo que diseña y construye la conducta de los hombres en forma casi inadvertida: se trata de los hacedores de reglas, los escribas que transforman la realidad en secciones y capítulos. Me los imagino en su oficina, tratando de excavar una antigua norma, o creando una nueva que atrape una situación social al amparo de una serie de verbos, sustantivos y conjunciones.
Tiempo después alguien las malinterpretará, o las violará y acabará en la cárcel. Sin embargo, ese cargo es indispensable en todas las sociedades, aunque los hacedores de reglas disfruten de su tarea y se autorealicen al terminarla.
Todos los que hemos vivido alguna vez en las jaulas diseñadas por ellos, sufrimos por su causa: pero la burocracia sobrevive gracias a los hacedores de normas, y justifican su existencia por la mayor o menor capacidad que se tenga de traducir adecuadamente las intenciones del regulador.
Los hacedores de reglas que habitan en el Congreso, las asambleas, concejos, etc., tienen asimismo una especial particularidad: por lo general, allí no se regulan las conductas de los individuos, sino que se moldean los intereses de ellos. Detrás de la pluma del legislador existen los llamados lobistas o cabilderos que buscan favorecer con un artículo, o un inciso, intereses de una organización determinada.
Vigilar estas intenciones encubiertas en torno a los intereses privados, es una función que ningún organismo de control la asume por la complejidad que ello representa. Pero los hacedores de normas no han facilitado todavía una norma constitucional mediante la cual los candidatos a empleos ejecutivos de alto nivel (ministros, gobernadores, alcaldes) deban probar su idoneidad y experiencia en materia de administración pública –dado que esta es una práctica gerencial muy especializada–.
Por ello, tenemos que sufrir la impericia e improvisación de funcionarios que se tardan más de seis meses en aprender su puesto, como parece ser el de algunos alcaldes nuevos en el país.
En el viejo ejercicio de los nueve puntos, que muchos recuerdan, la mayor parte de los participantes se niegan a salir del esquema sugerido de unirlos todos con un trazo continuo: la solución se encuentra fuera del esquema dibujado, pero nadie se atreve a saltarse los límites que el paradigma les exige.
Como la burocracia es así, y deja pocos espacios en blanco, los funcionarios que se arriesgan suelen enredarse en los hilos del Código Penal antes de darse cuenta de su incompetencia. Suenan las alarmas.
JAIME LOPERA
CONSULTOR PRIVADO
jailop1@gmail.com