El tema de las reuniones en La Habana se viene concentrando en torno a una palabra clave: la participación.
El alejamiento de la sociedad civil en las tareas del Estado suele explicarse por un complejo conjunto de tradiciones y mecanismos de exclusión que facilitan el monopolio de las decisiones en cabeza de la clase política, lo que ha generado falta de compromiso y desconfianza hacia ella, y múltiples reclamos de incorporación de los ciudadanos en las decisiones que los afectan.
Dado que se hablará de mecanismos de participación, parece conveniente decir que la participación no es una ley, no es un decreto, no es un ‘articulito’, no es una tarjeta de invitación.
Digámoslo de una vez: además de la ambigüedad en las reglamentaciones que la consagran, la gente debería entender que la participación, aquella que ordena la Constitución en muchos de sus artículos, es en realidad un sentimiento.
Esta es una hipótesis de trabajo que debería examinarse mejor con la ayuda de las ciencias del comportamiento: llevo años pidiendo que se investigue la razón por la cual la gente solo ‘participa’ bajo condiciones falsamente democráticas.
Para comenzar, veamos un caso real. El rector de una institución invitó a los alumnos a elegir su representante al consejo directivo del colegio; se hicieron los arreglos para que la comunidad estudiantil votará por uno de sus voceros y, finalmente, fue elegido un meritorio estudiante, reconocido por ser frentero y asertivo ante las directivas.
De improviso, el rector, arbitrariamente, pasó por alto los resultados y posesionó a un estudiante que gozaba de sus predilecciones.
Hasta allí parecería que todos se conformaban con la situación, porque cuando los autoritarios se imponen, se diseminan las semillas del miedo. Pero no se contaba con que se había creado una expectativa sana y razonable, y los estudiantes ‘participantes’ se consideraron ridiculizados por el rector. Salieron, se aliaron con otros indignados e hicieron una revuelta popular que casi no puede ser sofocada.
Hay muchas consecuencias derivadas de esta picardía. Primero, no se pueden crear expectativas que no se van a cumplir. Esto ocurre a diario, en la familia, la escuela, la empresa, aun en las más esenciales relaciones interpersonales: prometer y no cumplir es la fuente de enormes frustraciones en niños, adultos, en los ciudadanos que votan.
Segundo, el que la participación sea un sentimiento se revela en esta sencilla actitud: yo me siento participando o no. La gente reclama participar porque desea tener influencia en las decisiones públicas o privadas que las afectan.
Solo que los de arriba (jefes, superiores, líderes) tienen su propia idea de cómo darla, y los de abajo (subalternos, ciudadanos, seguidores) de cómo recibirla. Una es la participación nominal (la que creo que me van a dar) y otra la participación real (la que en verdad me permite actuar en las decisiones). En esta manoseada incongruencia radica el problema de los desengaños.
Tercero, existe una modalidad manipulativa que denominamos la participación condicionada, o pseudoparticipación: esta variante es un truco para hacer que la gente piense que se le permitirá hacer algo que se le ha dicho que haga.
Dicha pseudoparticipación suele ocurrir cuando los de arriba aceptan ofrecer la participación, pero a la vez tienen sus dudas sobre la capacidad de los de abajo para recibirla y ejercerla. Solo que algunos de estos tipos pseudos son además unos impúdicos: no facilitan la participación de abajo, pero la reclaman con vehemencia de los de más arriba.
Mucho de lo expresado en estos renglones se aplica por igual a las formas de gobierno: el centralismo es antagónico a la participación y el federalismo es apenas una compensación que los centralistas no estarán dispuestos a ceder, o que lo diga Jaime Castro. En fin, la cultura ciudadana por la participación, por la cual claman todos los colombianos, podría comenzar por estos sencillos reconocimientos.
Jaime Lopera
Consultor
jailop1@gmail.com