Hace unos días, Juan Esteban Constaín escribió en El Tiempo sobre las costumbres que quedan en las familias que han emigrado de sus países. Sus observaciones me hicieron reflexionar acerca del caso de mi familia que, tanto en el de mi madre como el de mi padre, salieron de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial para dejar atrás los traumas vividos y empezar una vida nueva en Colombia.
Fui criada como alemana, aprendiendo ese idioma primero que el castellano y en un entorno familiar donde las costumbres, la comida y hasta la música tenían un fuerte ascendente germano o por lo menos europeo. Tanto es así, que solo tengo un recuerdo lejano de haber visto un disco en español en la casa. Además, fui al colegio alemán donde el pénsum, los libros y la mayoría de mis profesores eran germanos.
Yo pensaba que era muy parecida a los alemanes hasta que pasé un año en un internado cerca a Frankfurt a los 16 años. Fue una sorpresa ver lo distinta que era a los jóvenes de esa teórica patria. Físicamente era como ellos, pero ahí paraban las similitudes. No entendía el humor, las referencias culturales ni la estructura familiar que había cambiado mucho desde que mis abuelos habían dejado ese país.
Esta experiencia evidenció una situación que hasta hoy cargo y es que en Alemania me siento colombiana y en Colombia me siento alemana. En la adolescencia y hasta en la universidad, esto me molestaba, pero con el paso del tiempo he ido haciendo las paces con esa indefinición cultural. Sin embargo, las observaciones de Constaín me hicieron reflexionar que aun tras seis décadas fuera de Alemania, mi familia y yo seguimos manteniendo costumbres de nuestros antepasados.
Esto, aunque menos común dentro de Colombia, debe ser una constante para todos los colombianos que han emigrado a otros países durante los últimos treinta años y que arrastran consigo unas tradiciones que se quedan congeladas en el tiempo, pero que se replican en ese universo un poco alterno que es la diáspora.
En mi caso, mantenemos ritos, tradiciones y hasta formas de hablar de una Alemania que desaparecieron después de la Segunda Guerra Mundial y los movimientos sociales de los años 60 en ese país. Crecí comiendo comida alemana, asistiendo a una iglesia luterana, cantando villancicos en alemán, usando tirolés en fiestas infantiles, teniendo un perro salchicha y otras muchas particularidades de los alemanes que viven fuera de su país, y que hoy se estiman en unos 15 millones de personas.
Encontré que en comparación, aproximadamente, unos 6 millones de colombianos viven fuera del país y que, seguramente, en ciudades como Madrid o Nueva York están manteniendo viva una cultura colombiana que también se les quedó detenida en el tiempo. Esta es una de las principales herencias de la emigración sin importar si es alemana, italiana o colombiana.
Johanna Peters
Consultora
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