Al margen de lo que suceda con las conversaciones en La Habana, Colombia tiene que superar definitivamente un conflicto que no solo es anacrónico, sino, también, atroz.
Anacrónico, por cuanto el único país de la región, y uno de los pocos del mundo de similar grado de desarrollo económico, que no ha logrado superar la acción de grupos armados ilegales. Para las Farc y sus simpatizantes esta excepcionalidad obedece a las pavorosas condiciones de pobreza e inequidad social que nos serían características.
Esta teoría es falsa. Para demostrarlo basta revisar, por ejemplo, las cifras de la Cepal, un organismo de Naciones Unidas cuya autoridad técnica es incuestionable, para advertir que durante un largo periodo los indicadores sociales de América Latina, incluido, en destacada posición, el nuestro, muestran avances notables. Por ejemplo, mientras la pobreza extrema afectaba en 1991 al 26,1 por ciento de la población, al cierre del 2013 se había reducido al 9,1 por ciento Esto significa que cinco millones de nuestros compatriotas han superado esa lamentable situación.
En realidad, el conflicto persiste por factores de otro orden. De un lado, la existencia de un conjunto de fuentes de financiamiento de la actividad subversiva que no se dan (no, al menos, con parecida intensidad) en otras partes: las drogas ilícitas, la extorsión y el secuestro, estas últimas en años recientes sustituidas por el saqueo de los recursos públicos, en especial los provenientes de regalías, y la minería ilegal. Y de otro, por el carácter abrupto de la geografía nacional, que hasta hace poco entrabó la acción de la Fuerza Pública.
Así las cosas, el aura de justicia social de la guerrilla carece de fundamento. Hay que decirlo ahora que sube el volumen de su discurso en contra del ‘establecimiento’, es decir, contra la inmensa mayoría de la sociedad que vive con arreglo a pautas de convivencia pacífica bajo el orden legal.
Lo segundo, el conflicto es, además, atroz, circunstancia que debe ponerse de presente por cuanto sus víctimas son, de ordinario, colombianos pobres que viven en zonas remotas. Para la gran mayoría de nosotros, el conflicto es, apenas, una realidad virtual: se materializa, mientras dura, en el noticiero de cada noche.
Según la Unidad de Víctimas –la dependencia estatal encargada de su protección y reparación integral–, el número de damnificados acumulado entre enero de 1985 y julio de este año asciende a la escalofriante cifra de 7’490.375, lo cual representa el 14 por ciento de la población actual de Colombia.
Por fortuna, la cifra anual de víctimas por desplazamiento viene cayendo desde el 2007, así el problema siga siendo de excepcional gravedad (cien mil por año); su principal causa (55 por ciento) son las amenazas directas de actores armados ilegales; solo el 6,8 por ciento de quienes han padecido desplazamiento quieren regresar a sus zonas de origen, circunstancia que explica que haya poca demanda en los programas de restitución de tierras. Estos datos son relevantes para ajustar la política que el Estado adelanta.
El Acuerdo Marco de La Habana contempla la reparación de las víctimas como uno de los temas que deben negociarse. No creo que las Farc ofrezcan nada diferente a participar en ceremonias conjuntas de expiación, tampoco que aporten recursos para la solución de un problema en el que tienen amplia responsabilidad. Ojalá me equivoque.
Jorge H. Botero
Presidente de Fasecolda
jbotero@fasecolda.com