Los individuos, las familias y las organizaciones se encuentran sometidas a múltiples riesgos que amenazan la vida, la salud y la estabilidad económica. La gestión de esos riesgos, realizada en tiempos remotos con instrumentos mágicos, es hoy tarea que se asume con criterios racionales e información empírica. Por eso, resulta tan absurdo que la Alcaldía de Bogotá haya contratado, no hace mucho, un brujo para que garantizará que cierto día no lloviera. (Y no llovió).
Si esto sucede en la ‘Atenas Suramericana’, no sorprende que, con motivo de la reciente avalancha en un pueblo de Antioquia, se afirmara que esa tragedia era un “acto de Dios”. Por supuesto, si se cree que ciertos eventos dañinos son inexorables, no tiene sentido desarrollar acciones tendientes a evitar su ocurrencia.
Esa falta de conciencia explica por qué muchos municipios pequeños aún no tengan planes de ordenamiento territorial y que, teniéndolos, las medidas para mitigar las amenazas de inundación, incendio o terremoto no se hayan adoptado. Hay muchas tareas pendientes, aunque debe reconocerse que el grado de conocimiento de los riesgos y capacidad de gestión de los desastres han mejorado en años recientes.
Sin embargo, existe un rezago notable en las estrategias de transferencia de riesgos hacia quienes ofrecen de modo profesional su cobertura. El Gobierno Nacional, a pesar de ser consciente de la magnitud de las contingencias que soporta (la ola invernal del 2011 le significó un gasto imprevisto del orden de 0,4% del PIB), no se ha protegido mediante la adquisición de seguros para cubrir las emergencias que superen ciertos límites, como sí lo hacen otros países de la región, por ejemplo, México.
Con motivo de la discusión en el Congreso de una ley encaminada a fortalecer las normas para garantizar la calidad de la vivienda nueva, y crear mecanismos para proteger a los damnificados cuando las edificaciones se caigan o amenacen ruina, tal como ha sucedido en Medellín y Barranquilla, se dijo que como la ley en trámite tendría efectos preventivos muy importantes y que, además, como los episodios recientes son ‘casos aislados’, no se justifica adoptar mecanismos de protección de los compradores.
Peligrosa teoría. Fueron igualmente casos aislados, por su remota probabilidad de ocurrencia, el hundimiento del Titanic, el atentado terrorista contra las Torres Gemelas y la alienación mental de un piloto que decidió estrellar el avión que operaba. No obstante, en todos estos casos se habían contratado seguros y, por ende, los cuantiosos daños fueron oportunamente cubiertos.
Desde 1993, una porción de los recursos que se recaudan de los propietarios de vehículos automotores para financiar el seguro obligatorio de accidentes de tránsito, se destina a la realización de campañas de seguridad vial. Estas tareas las ejecutaba el sector asegurador a través de un fondo autónomo. Loable objetivo: 12 personas de cada 100.000 padecen cada año en Colombia percances en las vías, muchos de ellos por imprudencia de conductores y peatones. La importancia de acciones pedagógicas permanentes resulta, entonces, obvia. Hace año y medio, el Gobierno concluyó que podía realizar mejor esa tarea. Infortunadamente, la agencia estatal para acometerla no se ha puesto a funcionar. Hoy, tenemos 133 mil millones de pesos disponibles para unas tareas de incuestionable valor social que nadie ejecuta.
Jorge H. Botero
Presidente de Fasecolda
jbotero@fasecolda.com