La empinada pendiente de la depreciación del peso ha dado origen a problemas que no se presentaban desde hace años, en especial el encarecimiento de las importaciones, que, como era de esperar, se ha transmitido a los precios domésticos, y los esfuerzos mayores que demanda el servicio de la deuda externa.
Infortunadamente, esa tendencia podría continuar si la Reserva Federal incrementa sus tasas de interés, acción probable para evitar brotes inflacionarios ahora que la economía de Estados Unidos llega a su nivel de pleno empleo, y si, además, el precio del crudo cae aún más en los mercados internacionales.
Las autoridades monetarias, que no tienen una meta específica de tasa de cambio –pues su compromiso consiste en velar por la estabilidad de los precios en un contexto de crecimiento sostenible–, no están desprovistas de herramientas para atenuar la depreciación. Pueden liquidar una cierta porción de las reservas internacionales para moderar esa tendencia; igualmente está a su alcance incrementar la tasa de interés en sus operaciones, dura medicina, en términos de la dinámica del producto en el corto plazo, pero posiblemente necesaria para evitar un desborde de los precios.
La inflación –no se olvide– es un impuesto singularmente injusto con los más pobres, cuyos ingresos no se corrigen automáticamente, pero los gastos básicos, en especial alimentos y transporte, suben al ritmo del envilecimiento de nuestra moneda.
Sin embargo, los ajustes en la paridad del peso frente al dólar tienen una cara amable: mejoran las posibilidades de los exportadores de bienes agrícolas y manufacturas, y deben generar un auge del sector turístico. Este último reacciona casi de inmediato ante las nuevas circunstancias monetarias, pero aquellos, vistas las cifras recientes de la balanza comercial, se demoran en responder ante el estímulo cambiario.
Este rezago es comprensible; no se abren o reactivan fábricas y mercados externos de un día para el otro. No obstante, cabe conjeturar que la caída de las exportaciones, distintas a hidrocarburos, empezará a revertirse en los meses que vienen, bajo el obvio supuesto de que una economía mundial debilitada no sufre nuevos deterioros. Esa tónica de moderado optimismo se siente tanto en los medios empresariales como entre los directores del Emisor y el Gobierno.
Tiene total justificación, en la actual coyuntura, que se reflexione sobre la conveniencia de dedicar esfuerzos consistentes en pensar en las políticas necesarias para darle un serio impulso a la industria nacional, un sector básico para la generación de empleos de calidad. A ello se ha dedicado la Asamblea de la Andi, realizada la semana pasada. Sin tiempo para nada diferente de ojearlo, es perceptible el enorme caudal de buenas ideas contenidas en el libro que allí fue presentado.
En ese terreno prospectivo, muchas coincidencias podemos tener, no así sobre el intento de poner a funcionar el espejo retrovisor. No creo, por ejemplo, que la fusión de los ministerios de Comercio Exterior y Desarrollo haya dejado a la industria en la orfandad. Tampoco, que evadir los compromisos asumidos en la OMC sea una política seria y, menos aún, ‘digna’.
Por último, no es buena la posibilidad de retornar a la vieja política de subsidios, directos o mediante tratamientos tributarios preferenciales, los cuales tendrían que eliminarse para que podamos tener tasas de tributación menores para todas las empresas.
Jorge H. Botero
Presidente de Fasecolda
jbotero@fasecolda.com