La evaluación de proyectos examina los costos y beneficios para la sociedad en su conjunto, incluyendo los impactos positivos y negativos de un proyecto sobre el medio ambiente. Para ello se debe estimar el valor monetario de una vida humana que se salva, el aumento salarial que se puede obtener por estudiar un año adicional, revelar la disposición a pagar de los ciudadanos por cuidar un parque natural, los daños ocasionados por la contaminación de las actividades económicas, el valor de los servicios que entrega un río a la sociedad, entre muchas otras cosas. La evaluación de proyectos aconseja aprobar aquellos en los que los beneficios sean superiores a los costos, y rechazar los proyectos en los que suceda lo contrario. Es difícil, pero posible y útil.
La evaluación económica enfatiza la creación de valor para una nación, no plantea juicios morales sobre si un sector económico es mejor que otro, ni toma partido a priori sobre la bondad de un proyecto particular. Para que un país crezca económicamente, debe evitarse que un interés minoritario vete un proyecto que tenga impactos positivos en el resto de los ciudadanos, tan respetables como los afectados negativamente. La proliferación de directrices mundiales de defensa de derechos de las minorías y el auge de la defensa del medio ambiente, ideas importantes para el desarrollo sostenible, presentan un balance triste en Colombia. El problema está en que los mecanismos de consulta previa y licenciamiento ambiental se han convertido en instrumentos para exigir compensaciones por la desinversión pública acumulada en regiones pobres, o para que carteles de la extorsión capturen la intermediación con las comunidades, o para dar rienda libre a los prejuicios en contra de inversionistas por nacionalidad o sector.
Esto es particularmente grave en infraestructura, hidrocarburos, agricultura y minería. La inflación y contradicción normativa, y la ausencia de coordinación del Estado, se manifiesta como un permanente ‘choque de trenes’ que hace que los sectores tengan aspiraciones o planes mutuamente excluyentes de uso del suelo y de los recursos naturales, y que, sin evaluación de proyectos, y solo basados en la percepción y el miedo, las autoridades territoriales o las comunidades se opongan a las inversiones.
La situación se complica por los prejuicios de ambientalismo radical y ONG dedicadas a la defensa de las minorías, que no tienen ninguna propuesta de creación de valor para los grupos que afirman representar. Cass Sunstein recuerda que los derechos son costosos. Cuando se vetan los proyectos de impacto positivo neto, se reducen la demanda de bienes y servicios empleados en la producción, la innovación, el empleo, y las necesidades de formación de capital humano, la oferta de productos y los impuestos que pueden orientarse a reducir la pobreza y vulnerabilidad de los sectores más desprotegidos. El poeta y pintor William Blake ponía a Isaac Newton como miembro de una trinidad infernal, y se indignaba por la proliferación de los ‘oscuros, satánicos molinos’ en el paisaje de Inglaterra. La condena a la ciencia y al capitalismo no desentonaba en Blake, que era un genio.Pero luce mal en el siglo XXI, en un país como Colombia: hay necesidades, la experiencia mundial debería usarse y el progreso técnico venidero es gigantesco.
Juan Benavides
Analista
benavides.jm@gmail.com