Hace 20 años finalicé una maestría en Economía Agrícola. La investigación que desarrollé para graduarme buscaba entender por qué los contratos de venta anticipada de una cosecha entre un productor agropecuario y un comprador no eran atractivos para el primero. Los hallazgos, basados en un número importante de encuestas a productores de papa de la época fueron sorprendentes: los agricultores son tomadores de riesgo. Les encanta.
La forma de llegar a esta conclusión fue presentándoles a los productores distintas distribuciones de ingresos y la probabilidad de obtenerlos e ir determinando su grado de aversión o propensión al riesgo. La conclusión, al ser la mayoría de ellos propensos a este, los agricultores no están dispuestos a sacrificar una posible utilidad extraordinaria –así tenga una baja probabilidad de ocurrir– a cambio de unos ingresos pactados en un contrato que cubran sus costos de producción y les dejen un margen de ganancia menor. Los agricultores estaban dispuestos a perder plata en varias cosechas por apostarle a una bonanza, pues las pocas que se presentaban eran tan significativas que les permitían pagar sus deudas, comprar vehículo nuevo, arreglar sus casas y prepararse para otra etapa de desgracia.
No he vuelto a ver estudios como el que hice, pero valdría la pena comprender hoy los niveles de aversión o propensión al riesgo de los agricultores del país frente a los precios esperados por sus cosechas. Asumo que en muchos cultivos se debe presentar una situación similar. Sin embargo, en mi contacto permanente con los productores he observado un comportamiento paradójico frente al proceso de producción que también sería bueno medir: los agricultores (no todos, por supuesto) son adversos al riesgo cuando se trata de proteger sus cosechas. Están dispuestos a asumir los costos necesarios para que el esfuerzo de su trabajo produzca sus frutos.
Su aversión al riesgo se manifiesta en el uso indiscriminado de insumos agrícolas. Fertilizan ‘al ojo’ sin ningún tipo de parámetros técnicos, con dosis exageradas y aplican herbicidas y plaguicidas al ver cualquier asomo de problema sin considerar un balance económico o ambiental de sus acciones. Suena lógico que hagan lo necesario para proteger sus cosechas porque requieren asegurar su tiquete para apostarle a una buena temporada de precios. Pero no es lógico el balance económico final: una producción agropecuaria con altos costos de producción y precios de venta que con frecuencia no cubren dichos costos.
Hay cadenas de valor como la palma de aceite, el café o la caña de azúcar, en las cuales los comportamientos son distintos y se nota una mayor racionalidad en las decisiones económicas de los productores. Mi hipótesis es que, a mayor institucionalidad, investigación, acompañamiento a los productores y niveles de educación y formación, estos se desempeñan mejor y, en promedio, les va mejor que a otros productores a quien solo visitan los impulsadores de las casas comerciales para que les compren insumos.
El proyecto de ley que crea el Sistema Nacional de Innovación Agropecuaria es una de las apuestas de este gobierno en la construcción de la paz en el campo. Propone la institucionalidad para que los productores produzcan eficientemente y arriesguen menos. Pero está por hundirse. Lleva un año de trámite y dos meses estancada porque el Congreso anda en otro cuento. Le queda hasta el 30 de noviembre para salvarse. No permitan que se hunda señores congresistas. Ni de riesgos. Por nuestros productores.