James Robinson subraya en su libro Por qué fracasan los países, que las instituciones deben ser incluyentes para sembrar confianza en un país, y tiene razón. De alguna manera, la institucionalidad representa la esperanza de los ciudadanos en relación con todas sus necesidades: bienes y servicios básicos, justicia, garantías en derechos, representación política, bienestar social y, desde luego, la procura de una economía sólida que favorezca los intereses del Estado.
La institucionalidad se define, entonces, como la vida que le otorgan a un país las diferentes entidades públicas y algunas privadas. Para no ir tan lejos, Colombia nos recordó que era capaz de frenar una segunda reelección presidencial, o la inclusión de artículos ajenos al proceso de paz en el fast track, a través de su Corte Constitucional, echar abajo una fallida reforma a la justicia, gracias a los medios de comunicación, y recientemente archivar un proyecto para impulsar un referendo contra la adopción igualitaria mediante el Legislativo. En materia económica, hay muestras de institucionalidad cuando se refiere al Banco de la República y el manejo responsable de sus tasas de interés para controlar la inflación (principal herramienta de política monetaria).
Desde luego, esa institucionalidad se debilita cuando la corrupción acaba con la confianza que los ciudadanos depositan en sus gobernantes, o en la medida en que las instituciones no cumplen con sus funciones establecidas. Imagínense una justicia que actúa con pasiones, o que notifica a sus investigados a través de la radio. Y por qué no recordar a los entes de control que, en algunos casos, sancionan a los funcionarios públicos para luego echar abajo las medidas, generando demandas por daños y perjuicios contra el erario. Ni hablar de las promesas incumplidas de quienes llegan al poder, porque eso nos da para una reflexión mucho más amplia.
El ejemplo de Venezuela no puede ser más útil en relación con el daño que se genera a la institucionalidad cuando se altera el orden constitucional. Se necesitarán muchos años para que el vecino país recupere la confianza y vuelva a tejer la independencia natural que deben tener instituciones como el banco central, los entes de control, los órganos de justicia e incluso las organizaciones electorales. Aunque Colombia está lejos de padecer una situación como la venezolana, cierto es que el Estado -en su conjunto- debe procurar la protección de la institucionalidad a través del respeto entre actores, la elección consciente de gobernantes y la lucha permanente contra la corrupción.
Todos hacen parte de ese desafío. Ciudadanos responsables, empresarios comprometidos, funcionarios públicos transparentes, un gobierno conectado con la población, un Legislativo que atienda a la representación política otorgada y una justicia eficaz. Ese gran pacto social permite blindar a las instituciones de los que, mediante populismo, intentan imponer sus dogmas, intereses particulares o políticos ante el bienestar general. No hay excusa para no contribuir con este propósito en la era de la tecnología y las redes sociales. La denuncia, el control y la información son las herramientas de todo ciudadano.
Columnista
Confianza institucional
Aunque Colombia está lejos de padecer una situación como la venezolana, cierto es que el Estado debe procurar la protección de la institucionalidad.
POR:
Juan Manuel Ramirez M.
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