Algunas veces, la ausencia de un cambio suele propiciar los mayores cambios.
Esa es la esperanza que cautelosamente albergaron muchos colombianos durante las pasadas elecciones presidenciales.
Si bien la arremetida de ataques personales amenazó con descarrilar la campaña, esta planteó una opción medular: la posibilidad para Colombia de negociar un pacto de paz con las Farc, el mayor grupo guerrillero de la nación y enemigo del Estado por medio siglo.
Son 50 años que han cobrado las vidas de 220.000 personas, forzado el exilio de millones de colombianos y causado pérdidas incalculables a la economía del país.
Los colombianos votaron para empoderar al presidente Santos para que prosiga con las negociaciones que hábilmente inició hace 18 meses.
Su coalición de paz triunfó ante una oposición empecinada en dar marcha atrás mediante la imposición de condiciones previas a la continuación de las negociaciones, así como blandirle la espada a Venezuela, país hermano impertinente, pero parte esencial de las negociaciones.
Muchos ciudadanos votaron por los esfuerzos de paz de Santos, a pesar de expresar reservas sobre su grado de desempeño y su supuesta actitud indiferente.
Asimismo, tenían una opinión favorable de su hábil contrincante.
Fuera de Colombia se percibe a Santos como alguien que ha sabido mantener el control gracias a la amenaza tácita de suspender las negociaciones en ausencia de un avance significativo.
El mundo percibe que las partes han progresado considerablemente –quizás no a la velocidad vertiginosa inicialmente prometida, pero sí con mayor celeridad frente a los acuerdos de paz de otros lugares del globo– y que los términos hasta ahora negociados por Santos son razonables y le ofrecen a Colombia su mejor oportunidad para negociar la paz desde el mismo origen del conflicto.
¿Y cómo, entonces, llegó el proceso de paz a convertirse en el punto medular de esta campaña?
Los candidatos enmarcaron el proceso de paz como el problema esencial y, como tal, obligaron al electorado a decidir sobre algo que muchos deseaban soslayar.
Asimismo, pudimos percatarnos de que la economía no siempre es el factor determinante de la victoria. Colombia ha logrado cifras sorprendentes en muchos de los indicadores económicos que han debido garantizar la reelección –aumento considerable del PIB y el empleo, disminución de la desigualdad y la pobreza y una tasa de inflación baja–.
El crecimiento del país en el último trimestre fue uno de los más elevados del mundo.
Sin embargo, a pesar del éxito económico, el presidente Santos se vio forzado a luchar por su vida política. Perdió la primera ronda electoral y a duras penas se impuso en la segunda.
La severa fragmentación política de Colombia exacerba los desafíos que obstaculizan el camino hacia la paz y la posible obtención del Premio Nobel. La guerrilla tiene que actuar con seriedad; los partidos de la oposición tienen que ser constructivos, más flexibles y deben dejar de utilizar al proceso de paz como algo que les permita ganar puntos en el ámbito político.
El presidente Santos tiene que fraguar un consenso nacional que le permita obtener una paz perdurable. Para lograrlo, tiene que demostrar mayor soltura en su trato con los partidos opositores.
Los colombianos volvieron a elegir a Santos, esperanzados en la posibilidad de ser testigos presenciales de un giro monumental en el destino de Colombia. Queda aún por ver si la clase gobernante estará a la altura de esa promesa.
Ken Frankel
Presidente del Consejo Canadiense para las Américas