Estados Unidos está embarcado en una nueva guerra contra otras drogas, y también la está perdiendo por insistir en combatir la oferta que viene de afuera y no atacar las principales causas del aumento del consumo: la adicción como un problema de salud pública, y los fabricantes legales que estimulan el consumo.
Esta vez no es la marihuana, la cocaína o el crack. El nuevo enemigo es la adicción a los opioides: analgésicos recetados, derivados de la morfina, como la oxicodona o la hidrocodona; sintéticos como el fentanilo, y substancias ilegales como la heroína. La sobredosis de estas sustancias provocó el año pasado más de 60.000 muertes en Estados Unidos, más de las que producen, sumadas, las armas, los accidentes de carro y el sida. Además, otros dos millones de personas sufrieron trastornos por el consumo de estos fármacos recetados.
En octubre pasado Trump declaró que la epidemia de adicción a opioides era una emergencia de salud pública nacional y nombró una comisión para que recomendara una estrategia para combatirlo. El mes pasado anunció su plan que, aunque aumenta un poco los recursos para tratar la adicción, mantiene el énfasis y dedica la mayor parte del presupuesto a la represión del tráfico de drogas –incluso propuso la pena de muerte para los traficantes– y el control en las fronteras.
Aunque hay una diferencia en el tratamiento del adicto, mientras en la guerra contra la cocaína se le trataba como a un delincuente que había que encarcelar, ahora se le mira como un enfermo que hay que curar.
Es un avance, pero parece tener una motivación racista, según reporta el Wall Street Journal: en el caso del crack, 84 por ciento de los drogadictos detenidos en el 2000 eran negros y solo el 6 por ciento blancos; en el 2016, el 80 por ciento de los muertos por sobredosis fueron blancos, 10 por ciento hispanos y 8 por ciento blancos.
El mayor vacío de la nueva estrategia es que no ataca la fabricación legal de opioides ni los métodos que usan las grandes farmacéuticas que los producen para estimular el consumo. Como en el caso del tabaco, hicieron una exitosa campaña para convencer al público y a los médicos de que los analgésicos opioides recetados no crearían adicción en los pacientes, y lo lograron: se calcula que en Estados Unidos cada año los médicos formulan unos 250 millones de dosis de opioides.
La campaña de los productores ha incluido un intenso y costoso cabildeo ante el Congreso para evitar leyes que los controlen. Una amplia investigación del Washington Post el año pasado, mostró cómo ha sido el cabildeo de la industria farmacéutica en la última década, y cómo había logrado impedir que la DEA tenga la autoridad para detener y confiscar cargamentos sospechosos de opioides.
Poco a poco empieza a darse una reacción política contra estas prácticas. El congresista que más recibió dinero de las farmacéuticas y promovió el bloqueo a los controles –Tom Merino– fue nominado por Trump para ser el zar antidrogas, pero tuvo que renunciar después de la publicación del Post. Ciudades como Nueva York y Chicago están demandando a las farmacéuticas por los millonarios costos de los tratamientos a los adictos. Parece que por fin se empieza a entender que en la guerra contra las drogas el enemigo principal está adentro de los Estados Unidos.