En febrero de 1992, el presidente de Bosnia y Herzegovina, Alija Izetbegovic, convocaba una consulta secesionista para declarar independiente a esta exrepública exyugoslava, contraviniendo los llamados de las minorías serbia y croata –más del 50 por ciento del censo– en el sentido de que no lo hiciera y actuando de una forma ilegal en contra de la Constitución yugoslava. La consecuencia inmediata de la consulta, en la que ganó afirmativamente la propuesta independentista, fue la terrible guerra de Bosnia, en la que murieron más de 200 mil personas.
También hubo dos millones de refugiados y desplazados, miles de heridos, desaparecidos, mutilados, torturados y un sinfín de dramas personales y humanos difícilmente cuantificables. Izetbegovic sabía que el camino hacia la guerra estaba cimentado sobre su dichoso referendo y que al día siguiente de aprobarse la independencia comenzarían a sonar las armas, y toda posibilidad de acuerdo político quedaría descartada. ¿Por qué actuó de una forma tan irresponsable el líder bosnio? Está claro: pretendía presentarse como víctima del gobierno de Belgrado y desacreditar a los serbios, acusándoles de actuar como criminales y sádicos ante la comunidad internacional para forzar una intervención de la misma en su país. Pero no fue así y la Otan tardó tres largos años en actuar. Tres largos años de sangre, sudor y lágrimas para su pueblo a merced de tamaña irresponsabilidad.
De la misma forma y buscando los mismos objetivos de una forma burda, el presidente catalán, Carles Puigdemont, sabía que si seguía con su consulta la confrontación estaba servida y el enfrentamiento con el Estado sería inevitable. La consulta era ilegal, ilegítima y no recogía el necesario consenso de la sociedad catalana para ser puesta en marcha. Los partidos nacionalistas que apoyan a Puigdemont obtuvieron el 48 por ciento de los votos en las últimas elecciones autonómicas y tienen solo 71 de los 135 escaños del parlamento catalán, una fuerza de peso, pero no mayoritaria para llevar a cabo la consulta. Quizá de todos estos asuntos le podría haber informado el autotitulado ‘ministro de Asuntos Exteriores’ de Cataluña, Raúl Romeva, quien conoce bien la tragedia bosnia e incluso escribió un libro sobre la misma, Bosnia-Hercegovina: lliçons d’una guerra, en el cual habla de todos estos asuntos y sobre los trágicos procesos independentistas acontecidos en la antigua Yugoslavia. Se estaban metiendo en la boca del lobo y lo sabían, nada de inocencia había en sus juegos políticos.
Puigdemont se ha comportado como los líderes balcánicos de los años 90, pero especialmente como los bosnios y los croatas, en el sentido de que ha puesto toda la carne en el asador para llegar a esta situación de crisis y forzar lo que él denomina una “mediación internacional”. Pero ha confundido el contexto. La guerra de Yugoslavia tuvo causas endógenas –como la negativa del gobierno de Belgrado, y en parte también de los serbios, para negociar un nuevo marco político que permitiera poder desarrollar un auténtico sistema federal– y exógenas, pues acababa de caer el Muro de Berlín y los occidentales todavía ansiaban con destruir el único Estado comunista que quedaba en Europa del este.
SIN POSIBILIDAD DE UN RECONOCIMIENTO INTERNACIONAL DE LA INDEPENDENCIA
Ni Estados Unidos ni la Unión Europea (llamada CEE, entonces) apostaron por salvar los restos que quedaban de Yugoslavia y, sin embargo, pisaron fuerte, reconociendo a Eslovenia y a Croacia, quizá, de forma apresurada e irresponsable, por su destrucción. Una vez reconocidas estas dos repúblicas, a las que después se unieron las de Bosnia y Herzegovina y Macedonia, la suerte de la Yugoslavia socialista estaba sellada. El último gobierno que intentó negociar la multimillonaria deuda yugoslava, Ante Markovic, y conciliar un gran acuerdo dentro del país para evitar la guerra chocó con la oposición firme de la comunidad internacional, especialmente de Occidente, y con el ejército yugoslavo, ya aliado con las políticas ultranacionalistas del caudillo serbio Slobodan Milosevic.
Ahora, sin embargo, en Cataluña las cosas son muy distintas. Nadie va a reconocer, por ahora, la declaración de independencia de Cataluña. La Unión Europea, Estados Unidos y la comunidad internacional, en general, han visto las pocas o nulas garantías con que se celebró la consulta independentista y la ilegalidad de la naturaleza política de la misma, amén de que no hay consenso unánime en la sociedad catalana en favor de esta secesión unilateral.
No obstante, a tenor de la torpeza política de algunos en Madrid, la pésima política de comunicación –tanto exterior como interior– del gobierno de Mariano Rajoy y la escasa disponibilidad para abrir puentes para una salida dialogada a la crisis, por no hablar de la campaña mediática en contra de la posibilidad de abrir negociaciones con los nacionalistas catalanes, cualquier escenario se puede dar en las próximas semanas. Pese al duro lenguaje empleado desde Madrid y la irresponsabilidad de los líderes catalanes, se tienen que abrir espacios para el diálogo. No hay otro camino. La otra alternativa es la guerra, que es la continuación de la política por otros medios.
Las espadas están en alto, la tensión es insorportable y la crispación, en sus niveles más intensos, mientras que las posiciones de dos las partes se muestran cada vez más alejadas. Un gesto en falso por cualquiera de los dos bandos enfrentados, como una declaración de independencia por parte de Puigdemont en el parlamento catalán, desoyendo los llamados a la cordura, podría ser el punto de inflexión en este largo y larvado conflicto, generándo un enfrentamiento que iría más allá de la mera confrontación civil que hemos vivido en estos días en las calles catalanas. De ser así, estaríamos perdidos y la balcanización de la política española estaría servida.
En definitiva, nos veríamos inmersos en una tragedia de incuantificables daños y consecuencias impredecibles.
Ricardo Angoso
Analista