Fuimos, como buena parte de los de nuestra especie, educados a partir del miedo. Eso creo que explica por qué es en esta clave que nos aproximamos a los desafíos que enfrentamos como individuos y como especie. Uno de ellos es el cambio climático. Son pocos los artículos sobre este tema que no incluyen un combo agrandado de pánico.
Está, creo, en el piloto automático de quienes los redactan. Nunca falta en ellos la enumeración de las consecuencias catastróficas, apocalípticas, desastrosas, aterradoras –aquí jamás se ahorra en calificativos– en caso de que no actuemos. Aquí hay que sumar que a los niños hoy, desde pequeños, se les inyecta el mismo temor, además de una buena dosis de culpa por cuestiones que fueron responsabilidad de sus ancestros, en ningún momento de ellos.
Es verdad que en ciertos contextos el miedo ayuda a moverse. Activa el instinto de supervivencia. En los humanos y en la mayoría de los seres vivos. Pero es verdad también que una sobredosis paraliza. Esto, creo, es lo que ocurre en materia ambiental: no solo se intenta, torpemente, de generar conciencia a partir del temor y la culpa, sino que se dibujan unos desafíos gigantescos frente a los cuales si uno no es o un presidente de una potencia o de una poderosa corporación, es decir, alguien con cierto margen de maniobra, no queda sino rendirse y entregarse al consumo desenfrenado para ahuyentar la pena.
Y hay más: tristemente el asunto se ha politizado a un nivel nocivo. Estar a favor de un planeta menos hostil ya no se identifica con el sentido común, sino con el liberalismo, si es EE. UU., o la izquierda, si es Colombia. Esto cuando es muy probable que un porcentaje altísimo de quienes militan en la orilla opuesta estén de acuerdo con que es buena idea cuidar la casa común.
Frente al cambio climático es, por supuesto, importante y necesario cambiar el estilo de vida, básicamente consumir menos y hacerlo de manera consciente. Pero esto es apenas un segundo paso. Será imposible si antes no se educa en el amor. Como lo han dicho múltiples gurús, desde el Dalai Lama hasta Santiago Rojas, a nuestra civilización le falta empatía. Por cuenta de tanto individualismo e incapacidad de ponerse en los zapatos del otro es que florecen los estilos de vida no sostenibles.
Se le ayuda mucho más al ambiente y al futuro de la especie trabajando en transformar la manera cómo los niños están siendo criados que lanzando, una y otra vez, las mismas advertencias escalofriantes acompañadas del video del oso polar famélico. Lo primero, que incluye fomento de la lactancia, nuevos métodos pedagógicos, esfuerzos para que los niños y niñas que nazcan sean deseados y crezcan alimentados sobre todo por el amor de sus cuidadores, garantiza no solo adultos dispuestos a actuar para construir una mejor sociedad, sino también, de paso, una transformación en el mismo sentido de los responsables de la crianza. Lo segundo, difícilmente logrará el cambio que se necesita. Pero sí asegura toneladas de visitantes únicos en la red aterrorizados, repartija de culpas sin que nadie haga nada y polarización en lugar de acción.
Federico Arango Cammaert
Subeditor de Opinión de El Tiempo