Harari se ha convertido en un pensador relevante y best seller. En uno de sus libros, De Animales a Dioses (2014), explica cómo la humanidad dio un salto cualitativo cuando el Homo sapiens logró elaborar mitos comunes, compartidos por muchos, que surgieron como consecuencia de su capacidad creadora de ficción.
Cuando los grupos sociales son pequeños, el control social se ejerce directamente y la interrelación natural permite la cohesión básica. Pero a medida que se escala a grandes masas, a miles y millones de individuos, solo la realidad imaginada, como la llama Harari, hace posible la convivencia, la movilización en torno a un objetivo, a una idea. La supervivencia de la realidad, como las ciudades, los ríos, los animales, la misma especie humana, dependen de entidades imaginadas como la ley o el Estado, las iglesias, las empresas o las corporaciones.
Son las narraciones o ficciones que los humanos hemos creado, las que permiten la convivencia. La atomización de los grupos o tribus, cientos de millones de ellos en la actualidad, harían de la existencia un caos. Las ficciones aglutinadoras permiten movilizar de manera armónica a clanes, naciones o culturas.
Hay, por supuesto, ficciones divergentes que en ocasiones llevan a enfrentamientos radicales, como aquellos motivados por las religiones y los fanatismos ideológicos. Pero su capacidad narrativa ha pervivido por siglos para movilizar a judíos, cristianos, protestantes y musulmanes en torno a ideas comunes. En el caso de la ley, la Constitución y el Estado, se trata de ficciones con un valor unificador descomunal, sobre las cuales hemos podido por siglos articular las desavenencias típicas de las sociedades humanas que superan la justicia por la propia mano.
Pensemos en la ficción que definió que los carros circulan por la derecha. En otros lugares la ficción es la inversa. Pero gracias a cada una de ellas es posible circular con bastante nivel de seguridad en Buenos Aires o Londres.
Un elemento clave para que la ficción funcione es que sea creíble. En el mundo literario le llamarían el pacto ficcional; esto es, el acuerdo de verosimilitud entre las partes: el autor y el lector. Dicho de manera sencilla, si la narrativa pierde credibilidad, se debilita su capacidad movilizadora.
Cuando surge la suspicacia en torno a los dioses, a las normas, a las instituciones, entonces se sacude la estructura misma de las sociedades. Los ritos que acompañan a las ficciones pierden valor. Para citar un ejemplo, en Colombia la majestad ritual de la toga que usan los magistrados de las cortes, se convierte en un disfraz para quien la utiliza y para quienes solíamos creer en la simbología legitimadora de quien administra justicia.
Quizás sea inevitable la degradación de las ficciones. Quizás estemos transitando por la creación de nuevas narrativas. Pero el costo del desprecio de aquellas narraciones que hemos conocido, va de la mano de la ansiedad y el caos que tienen lugar ante la transformación de la realidad a la cual estamos acostumbrados.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia