Confiar es un privilegio. Sin un mínimo de confianza en otras personas, en médicos y abogados, en psicólogos y mecánicos, en tenderos y profesores, en policías y jueces, la vida sería imposible.
Dado que no sabemos de todos los oficios y profesiones, que nuestras horas no alcanzan para conocer cada detalle de lo que sucede y que la convivencia social requiere de normas e instituciones establecidas para funcionar con un mínimo de armonía, solo la ficción de creer en los demás hace posible la realidad; al menos una realidad tolerable. El respeto al semáforo en rojo, la firma en un cheque por cobrar, la receta del doctor para comprar una medicina, son parte de esa ficción sin la cual no sería posible el día a día.
La fuerza legítima del Estado es una ficción que existe para cuando los individuos incumplen la ley. Sin la posibilidad de usar la fuerza o la capacidad sancionatoria, sería imposible garantizar el orden mínimo. La gran mayoría de personas cumplen la ley porque la aceptan como razonable, por costumbre, por razones éticas o, en última instancia, por miedo a la sanción. Cada una o varias de estas razones se hacen presentes, por ejemplo, cuando respetamos esa luz roja y nos detenemos en el carro.
Sin embargo, si percibimos que otros incumplen y cuando lo hacen logran evadir la sanción, empezamos a sospechar de la norma, de los demás individuos y de quien le corresponde sancionar. Y así, se inicia una espiral perversa que conlleva al caos.
Desconfiamos de la policía por tantos casos de corrupción que conocemos o se escuchan en los medios. Otros desconfían porque tienen actitud de desprecio hacia su tarea, quizás por razones ideológicas, por no creer en el mito constitutivo de su autoridad legítima. Y muchos más, porque, aunque consideran que su labor es necesaria, deciden igual apostarle a la posibilidad de no ser atrapados en una infracción.
Mauricio García Villegas escribió hace poco El orden de la libertad, en el que plantea una idea contundente: un Estado débil, incapaz de administrar y garantizar el cumplimiento de las normas, es tan peligroso como el despotismo. “Es cierto que la gente pobre sufre mucho por causa de la injusticia social, pero sufre igual o peor por la falta de Estado”. Ante los problemas causados por el desorden, la inseguridad, la carencia de gestión –argumenta García–, se genera un sufrimiento humano igual o a veces mayor que el causado por la desigualdad.
Por eso hay que perder el temor a hablar de un Estado fuerte, basado en la ley y el orden legítimo, pero también en su capacidad disuasiva. Hay que renovar la narrativa del valor del imperio de la ley, de la autoridad legítima, de la sanción eficaz a los que violan las normas. Solo reforzando la ficción que valora del cumplimiento de las reglas de juego se podrá modificar la realidad, para bien.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia