Sobre el papel, no había nadie mejor preparado que Pedro Pablo Kuczynski para ser presidente del Perú. Sus limitaciones en el campo político se veían compensadas con una impresionante hoja de vida construida a lo largo de casi 60 años de trayectoria profesional, tanto en el sector privado como en el público. Puesto de otra manera, se trataba de un verdadero tecnócrata, llamado a conducir a la economía más exitosa de América Latina en este siglo a un bienestar mucho más elevado.
Sin embargo, todas esas expectativas se esfumaron hace meses. Con un Congreso en contra, las revelaciones de los pagos de Odebrecht pusieron a la defensiva a PPK. Logró sortear un primer escollo cuando perdonó al expresidente Alberto Fujimori, pero esa decisión le costó el respaldo de sus partidarios. Y cuando salió un video revelando una burda operación de compra de votos en el parlamento, el poco margen de maniobra que tenía, desapareció por completo. Enfrentado a una segura destitución, prefirió irse.
Ahora viene una etapa de transición, en la cual deberían operar los mecanismos institucionales. La labor de cerrar las heridas le corresponderá al vicepresidente Martín Vizcarra, quien debería concluir el periodo establecido, que va hasta el 2021. El riesgo es quedar en el fuego cruzado del fujimorismo, dividido entre las facciones que apoyan a los herederos de exmandatario.
Para los presidentes y jefes de Estado que llegarán a Lima en tres semanas con ocasión de la Cumbre de las Américas, será raro encontrarse con un anfitrión inesperado. En lugar del exbanquero, que se movía como pez en el agua en los círculos internacionales, se encontrarán a un exgobernador bien reputado, pero con mucha menos experiencia.
Hay que desearle suerte para que su gestión prolongue la buena marcha de la economía peruana y para que la maldición que tiene contra la pared no solo a Kuczynski, sino a sus antecesores, termine. La condición obligada es que la corrupción no asome más su cara.