No regresa la calma a Nicaragua, tras las protestas de los últimos días que han dejado más de una treintena de muertos. A pesar de que el presidente Daniel Ortega decidió dar marcha atrás y enterrar su propuesta de reformar al régimen de pensiones, no hay duda de que los puntos planteados se convirtieron en el detonador de un movimiento de resistencia popular que busca un verdadero cambio institucional en la nación centroamericana.
Que hay un cansancio enorme con la realidad, es indudable. Y que el sandinismo no solo controla el poder ejecutivo, sino que domina el legislativo y el judicial. La dupla de Ortega y su esposa Rosario Murillo mueve todos los hilos y reprime con dureza a la oposición.
Por tal razón, es equivocado creer que los líos se centran en el intento de modificar las reglas de juego en materia de jubilación. Aunque es verdad que el Fondo Monetario Internacional señaló, desde hace rato, que el esquema actual es inviable y aconsejó una cirugía de fondo, orientada a hacerlo sostenible financieramente, lo que cayó realmente mal fue el intento de imponer unilateralmente el paquete, sin que se hubieran discutido sus elementos con empresarios o trabajadores.
Puesto de otra manera, esa forma de hacer las cosas ‘a la brava’ colmó la paciencia de la ciudadanía nicaragüense. Aparte de la censura, los escándalos de corrupción y la incapacidad de la administración para enfrentar emergencias como un gran incendio en una reserva forestal, el castigar a jubilados, sector privado y trabajadores, resultó intolerable.
Sin embargo, no hay que confundir la falta de legitimidad con la creencia de que la arquitectura del sistema pensional es intocable. Tarde o temprano, la realidad se impondrá y habrá que hacer ajustes para conseguir que las mesadas se sigan pagando a tiempo. Incluso la espinosa idea de aumentar la edad de retiro es viable, si se sabe ambientar y discutir. Pero, lo que realmente se requiere es que sople un aire fresco en Managua, que implique el fin de la hegemonía sandinista.