Es como mencionar en la casa del enfermo al médico cuya intervención casi le cuesta la vida al paciente. Aunque el símil puede ser injusto, eso es lo que buena parte de los argentinos sienten, después de que el presidente Mauricio Macri anunció el martes en la noche que solicitaría la ayuda del Fondo Monetario Internacional con el fin de estabilizar su economía, amenazada por una fuerte corrida en contra del peso.
Sobre el papel, la estrategia es la correcta. A fin de cuentas, después de la crisis financiera global del 2008 la entidad multilateral adoptó una serie de mecanismos orientados a darles una especie de línea de sobregiro a aquellas naciones que demostraran un buen manejo de sus asuntos. De hecho, Colombia es uno de los países que entra en esa categoría. Así no haya tenido que solicitar recursos, cualquier percepción de vulnerabilidad se ve disminuida por el acceso eventual a un crédito que le daría liquidez inmediata.
Por otra parte, es verdad que el FMI de comienzos de siglo no es necesariamente el de ahora. Quienes siguen de cerca a la entidad saben que sus funcionarios se preocupan mucho más por los efectos sociales de determinadas políticas o por las consecuencias perversas de la desigualdad. Para utilizar la figura, ahora la institución piensa no solo con el bolsillo, sino también con el corazón.
Aun así, el argentino promedio desconfía de lo que viene. La percepción en Buenos Aires y otras ciudades es que el posible otorgamiento de un préstamo de 30.000 millones de dólares vendrá con condiciones que incidirán en un deterioro en la calidad de vida de la población, que pagaría los platos rotos que deja la situación actual.
Y aunque la Casa Rosada insiste en que no es así, el escepticismo es grande. Todo dependerá de que el Fondo no exija sacrificios difíciles de digerir y que su ayuda sirva para tranquilizar a los mercados que continúan castigando a la moneda austral. En resumen, que el remedio no sea peor que la enfermedad.