Por ahora solo se están mostrando los dientes. Aun así, el mundo observa con temor las escaramuzas de Washington y Pekín en torno al comercio bilateral de las dos economías de mayor tamaño en el planeta, que podría degenerar en una guerra de consecuencias indeseables para empresas y consumidores.
Aunque la Casa Blanca ya había anunciado el golpe, solo hasta el martes especificó los cerca de 1.300 bienes elaborados en China que serían castigados con un arancel del 25 por ciento. El monto de esas partidas de alto contenido tecnológico es de unos 50.000 millones de dólares de importaciones e incluye desde televisores de pantalla plana hasta aparatos médicos y partes para aeronaves.
La respuesta del otro lado del Pacífico no se hizo esperar. Artículos ‘made in USA’ que entran a la nación comunista por un monto similar recibirían un castigo de la misma magnitud. Entre las 106 categorías eventualmente afectadas se encuentran vehículos, químicos, o fríjol y soya, a los que les quedaría muy difícil competir con otros países que no estarían sujetos al mismo gravamen. El impacto se sentiría en aquellas áreas de Estados Unidos en donde Donald Trump cuenta con buena parte de su base electoral.
No obstante, nada está en firme todavía. La administración norteamericana ha señalado que tiene hasta el 22 de mayo para recibir comentarios del sector privado antes de tomar la decisión final. Mientras el Tío Sam no haga efectivas sus amenazas, el dragón chino se abstendrá de hacer lo propio.
Por lo tanto, aún hay tiempo para una negociación. El convencimiento de que ambos lados llegarán a un entendimiento explica por qué ayer Wall Street abrió con pérdidas y cerró con alzas, pues el anhelo de los observadores es que el sentido común impere.
El problema es que si no hay humo blanco, las cartas están jugadas y estas no tranquilizan a nadie. La esperanza es lo último que se pierde, dice el refrán. Mientras llega la fecha límite, hay motivos para preocuparse.