Mis antepasados, judíos sefarditas, llegaron a Aleppo desde Zamora (España) a finales del siglo XVI. Vivieron tres siglos y medio allí, conviviendo con musulmanes y cristianos en una comunidad conocida en el mundo judío como un centro de estudio por excelencia. Era una de las más connotadas y vibrantes ciudades comerciales en el Medio Oriente, paso obligado para las caravanas que transitaban el ‘Camino de la Seda’.
La región toda sufrió económicamente como consecuencia de la construcción del Canal de Suez, que sustituyó el transporte terrestre por el marítimo. El embarque de los suministros de los mercados de consumo en Europa fue sustancialmente reemplazado, lo que eliminó, de forma material, la fuente de riqueza que creaban el comercio y las finanzas.
No tuve, desafortunadamente, la oportunidad de conocer Aleppo en su esplendor. Me bastó, sin embargo, escuchar de boca de mi padre, de la familia y de los amigos, las historias sobre el devenir de los días allí; la calidad de la educación, el apego a la tradición, y el maravilloso olor y sabor de todo lo que se producía. Esos productos permitieron que su cocina fuera tan apreciada por su sofisticación y variedad. Era una leyenda en todo el Medio Oriente.
Posiblemente, la memoria los hacía exagerar los tamaños de las frutas y vegetales, así como los sonidos de los árboles de almendra y pistacho arrullados por el viento. Hijos y nietos nos nutrimos de historia, escuchando a todos aquellos que, buscando un futuro mejor, habían salido de allí a encontrar el progreso en ‘La América’.
El testimonio gráfico de la destrucción imperdonable que bandas de diferentes facciones de milicianos, además de los militantes en el ejército de la Siria de Assad, quienes han violentado reliquias invaluables, donde por siglos se acumularon joyas arquitectónicas y objetos culturales irreemplazables, aterra al mundo entero. Su Souk era un mercado impregnado de historia. Albergaba cientos de comerciantes con un acucioso sentido de negocios. Nada de lo que queda permite ni siquiera imaginar el esplendor del pasado, de lo que fue uno de los centros más espléndidos del Levante.
Robert F. Worth, en la edición del 28 de mayo de la revista dominical del New York Times, hace un recuento del estado lamentable que tiene Aleppo after the Fall. Esboza para ella un futuro sin esperanza de cambio.
Judenfrei (libre de judíos), fue un término que el nazismo creó para denominar un mundo anhelado por ellos. Ahora, además de haber conseguido esta meta, el terrorismo ha logrado tener un territorio Christenfrei (libre de cristianos). No quedan rastros de los lugares donde florecieron el pluralismo y la diversidad por siglos. Quedan ahora solamente los enfrentamientos de facciones diversas del Islam, con su intolerancia y con los odios intestinos de quienes son solo una pequeña minoría de la nación musulmana.
Es totalmente inexplicable para algunos de nosotros, cuáles son las diferencias entre grupos, que generan tal nivel de violencia y odio. Esto resulta en una destrucción masiva de su entorno.
Triste, además, encontrar la explicación dada por el autor del artículo, que relata el testimonio de los sobrevivientes de semejante tragedia. Dicen que más que el terrorismo, más que el sectarismo religioso, la raíz del conflicto que genera la violencia es causada por “el contraste entre la riqueza urbana y la pobreza rural”.
En la era del Imperio Otomano hay relatos de viajeros atestiguando la opulencia de Aleppo al lado de la pobreza del campo aledaño, donde moraban fellaheen (campesinos) en condiciones similares a las de la Edad de Piedra.
Para aquellos miles que salieron de esa región para buscar hacer ‘La América’ no puede ser menos que aterrador, encarar una realidad que los lleva a concluir que pudieron escapar las consecuencias de la persecución religiosa, pero que hay en Colombia la misma situación de contraste entre el campo y la ciudad que causó daño irreparable en sus países de origen.
No podemos dejar de expresar angustia al intuir que no es imposible que esa inmensa desigualdad que produce el abandono del campo y la inexistencia de una presencia estatal en él, pueda llegar a tener consecuencias tan dramáticas como la que vemos registradas en los canales de noticias de 24 horas reseñando la guerra yihadista en Siria.
Tenemos todos que llenarnos de valor, para poder asumir el desafío que representa la esperanza que nos da este acuerdo de desarme que permite vislumbrar una Colombia en paz.
El esfuerzo es mancomunado. Requiere dejar atrás diferencias fraternales y egoísmos cortoplacistas para darle paso a una generación llena de esperanza. Quienes forman parte de ella vislumbran una Colombia diferente, diversa, pluralista y más justa, tanto en términos relativos como absolutos.
Únicamente así, podemos evitar que nuestros descendientes tengan los mismos desafíos que obligaron a sus ancestros a buscar en tierras lejanas, un futuro mejor.
De Aleppo a Bogotá
No podemos dejar de expresar angustia al intuir que no es imposible que esa inmensa desigualdad pueda llegar a tener consecuencias como las de Siria.
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