Una firma encuestadora elaboró un survey en Estados Unidos a propietarios de perros. La pregunta era: si en un río se estuviera ahogando una persona extraña y su perro, a quién salvaría primero. La mayoría optó por salvar al perro.
La protección a los animales, valor que es evidente, no puede ser llevado al extremo de priorizarlo sobre la vida humana. Esta es una distorsión total del orden ‘natural’ de las cosas. Este es un ejemplo más del individualismo a ultranza, que poco a poco va siendo internalizado como la doctrina prevalente; hay un buen número de Millenials, que piensan así.
Esa obsesión con lo propio a exclusión de los demás, se ha asimilado al colectivo. Un sinnúmero de personas en nuestro país no alcanzan a entender que, si bien las minorías requieren protección –y en lo personal esto me afecta directamente–, esta no puede ser a costa del bienestar de la comunidad.
Los excesos de los movimientos proactivos de protección al medioambiente y a la población indígena han logrado que la mayoría de los habitantes con quien cohabitan el territorio nacional estén afectadas de forma material. En muchos casos, han causado daños irreversibles. Lo que pasó en Cajamarca, seguido de un número de acciones en varios municipios es de una dimensión que la opinión pública y los medios, en mi opinión, no le han dado la trascendencia que se merece.
La balanza energética de Colombia a mediano plazo depende, casi exclusivamente, del éxito de la exploración no convencional. Es claro que el uso de esta tecnología debe llevar consigo las garantías necesarias para proteger los acuíferos y demás elementos naturales (lo que se ha probado posible de ejecutar en otros países). Hay probados ejemplos de empresas responsables, que han logrado explotar hidrocarburos con el debido respeto al entorno.
La politización de los procesos y el hecho de que elementos ajenos al sentir ‘ambientalista’ estén usando para sus propios propósitos estas coyunturas, hacen imperativo que la ciudadanía y las autoridades tengan conciencia de la importancia del efecto que este proceso de deterioro en el respeto al derecho de la comunidad, a tener los beneficios que trae la modernidad, tiene sobre el nivel de convivencia en el entorno nacional.
La modernidad viene con elementos que –descuidados– pueden llevar desde la deforestación hasta los desafíos que tiene la sociedad moderna en el cuidado de su entorno. Todo desarrollo tiene costos y estos se deben balancear con los beneficios. Es por ello que la protección de los derechos de las mayorías hay que manifestarlos, y lograr que el reto de aquellos que no lo entienden, y priorizan sus propias preferencias, se enmarque en un proceso relevante, verdaderamente democrático. No en ese que ha regido en la delegación a unos pocos votantes de un municipio la posibilidad de progreso de la gran mayoría del mancomunado nacional.
En el caso de Cajamarca, lo que se hizo fue ahuyentar y aniquilar una oportunidad de crear riqueza, empleo y prosperidad para la región y el país, generada por una multinacional respetada y responsable. Se deja, eso sí, la puerta abierta para que se explote de manera informal, depredadora y salvaje dicha riqueza. Los beneficios materiales serán para unos pocos, en detrimento de la mayoría.
El caso del gas y el petróleo no es un desafío menor. Si Colombia revierte a un modelo económico, en el que el ajuste se tenga que hacer como consecuencia de afrontar el costo de tener un país importador neto de energía en vez de exportador, el deterioro del entorno social será notorio y los efectos los pagarán las generaciones venideras.
Es una combinación de un país convulsionado por el deterioro de la población más desprotegida, con la polarización vigente. Un hecho que no podemos negar, puede catalizar un polvorín.