Hoy hace exactamente un año, 12,8 millones de ciudadanos acudieron a las urnas, para manifestar su apoyo o rechazo al acuerdo firmado entre el gobierno y la guerrilla, y que ponía fin al enfrentamiento armado entre el Estado y la segunda banda narcotraficante armada más grande del mundo, después de la que tiene rehén a Venezuela. Esperaban los convocantes obtener un resultado tan apabullante, que nadie podría poner en duda lo que durante tanto tiempo se negoció en La Habana. Con ello, también culminaba uno de los episodios de más despilfarro de recursos públicos, gastados en publicidad para una campaña unilateral.
Al terminar la tarde quedaba claro que se había consumado el primer golpe: el de opinión. La mayoría, una de cuyas acepciones es “mayor número de votos conformes en una votación”, según la Real Academia, rechazó el documento. Lo dejó ineficaz en derecho, pues se había sometido al voto de todos y cumplido, de sobra, el amañado umbral impuesto por los convocantes. Como hubiera dicho su principal promotor: “el tal acuerdo no existe”. La incredulidad fue total, empezando por los extranjeros, que se habían creído el cuento y que no entendían cómo podía haber “enemigos de la paz”, como los calificó el líder del bando derrotado en las urnas.
Desde ese mismo momento se empezó a organizar el segundo golpe: uno contra la democracia. Primero se alegó que el margen fue tan estrecho, que era como si hubiera habido empate. Y que en caso de empate, lo mejor es declarar la victoria para el local, para el que sabe de qué se trata, para el que ha liderado el proceso a puerta cerrada y según su propia agenda. Como le dijo Frank Underwood, el protagonista de la serie House of Cards, a su esposa Caire, al tomar decisiones inconsultas: “el pueblo no sabe lo que quiere, yo sí..., son como pequeños niños, debemos lavar sus bocas y sus manos, debemos enseñarles lo que es bien y lo que es mal..., afortunadamente me tienen a mí”.
Estrecha derrota o no, el pueblo había dado su dictamen: paz sí, pero así no. Pero para no perder el camino andado y los tres años de negociación, y armados de un deslucido y desteñido premio noruego, se fraguó el tercer golpe: contra la institucionalidad. Bastó que un honorable magistrado, hoy preso y líder de la persecución al anterior Presidente, le dijera al de ese momento que “no importaba, que las impolutas cortes mirarían a otro lado, porque la paz está por encima de la legalidad”. Y frente a la House of Nariño, también se negoció la vía rápida, para mantener vivo al muerto del 2 de octubre e incorporarlo a la constitucionalidad del país.
Y lo que tenemos hoy es un remedo de lo que ocurre en Venezuela: tres poderes públicos en uno solo, ignorando el documento que con tanta sangre había sido dictado en 1991, dizque para acabar otra guerra. Y con otro símil: que nos venden el cuento de que en este ambiente no hay recesión y que sobra el empleo. Solo falta que el gran líder interrumpa nuevamente en nuestros televisores y nos pida que criemos conejos.
Mientras tanto, ayer en Cataluña, el señor Puigdemont fracasó en realizar su ilegal plebiscito, porque en España se declara la ilegalidad y el Estado se hace respetar. En Colombia, en cambio, la ley es un mero indicativo.
Sergio Calderón Acevedo
Economista
sercalder@gmail.com