En las últimas semanas, el presidente Donald Trump se ha pronunciado en varias ocasiones sobre el tema del tráfico de drogas ilícitas. Primero, para señalar su descontento con los aparentes escasos resultados de su homologo Iván Duque en la disminución del tráfico de drogas ilícitas hacia Estados Unidos –un señalamiento que volvió a repetir esta semana–, y, segundo, para amenazar a México con la imposición de aranceles a los automóviles y el cierre de la frontera, si en el plazo de un año no se acaba el tráfico de drogas hacia su país.
Esos pronunciamientos han revivido la vieja discusión sobre si la política de drogas debe centrarse en la oferta o en la demanda.
Desde la perspectiva de los países productores de drogas se argumenta que las naciones consumidoras, como sería el caso de Estados Unidos, centran la política en disminuir la oferta sin ocuparse de la demanda, y que esto ha llevado a que las políticas no tengan mayor impacto. Mas aún, que lo que han hecho es fortalecer la oferta, ya que siempre que exista una demanda habrá oferta.
(Lea: Trump acusa a Duque de enviar criminales a Estados Unidos)
Manuel Antelo, profesor español de economía, por ejemplo, atribuye el bajo impacto de las políticas centradas en la oferta al hecho de que cuando por efecto de las políticas se reduce la oferta de drogas, el precio de estas aumenta a lo largo de la curva de demanda.
“Y tan pronto como el precio de mercado de las drogas aumenta, muchos proveedores potenciales se ven animados a traficar con ellas y a asumir el riesgo que tal negocio conlleva. En definitiva, las políticas antidroga suben el precio de las drogas a los consumidores, pero apenas disuaden su consumo, especialmente si la demanda es relativamente independiente del precio”, argumenta.
Esta explicación de los mercados de drogas no es novedosa, reduciéndose de acuerdo con los modelos económicos a un problema de riesgo.
(Lea: Fuertes críticas de Trump a Duque por lucha contra las drogas)
Explicaciones como la anterior han dado lugar a que, en Colombia, durante los últimos 40 años se haya aceptado como algo obvio que cuando haya demanda por cocaína en algún lugar del mundo, siempre habrá oferta. Por consiguiente, “¿si alguien la va a producir, por qué no nosotros?”.
Esta argumentación, justificativa de la producción y tráfico de cocaína y, a su vez, exculpativa de la sociedad, impide avanzar en la búsqueda de las reales causas del problema y por tanto de las soluciones adecuadas. Especialmente, porque no explica por qué a pesar de que muchos otros países que tienen la posibilidad de producir coca y cocaína, no lo hacen, dando lugar a que Colombia sea casi un monopolista.
En efecto, Colombia produce el 80 por ciento o más de la cocaína del mundo, y en su mercado internacional el país enfrenta una competencia mucho menor que en exportaciones como las de café y flores, donde ha sido un productor y exportador exitoso, pero también debe enfrentar una fuerte competencia.
(Lea: EE. UU. ve inaceptable el aumento de producción de cocaína en Colombia)
Esta situación es anormal en los mercados mundiales, especialmente si se tiene en cuenta que la producción de coca y cocaína es sencilla y no requiere muchas destrezas laborales o capital físico.
¿POR QUÉ COLOMBIA?
Al respecto, es necesario recordar que a finales del siglo XIX y durante buena parte de la primera mitad del siglo XX, la coca se cultivó en diferentes países de manera legal y la cocaína se usó para fines médicos. En varios países europeos con buenas industrias farmacéuticas era legal importar desde sus colonias (Indonesia, Malasia, Sri Lanka y el sur de la India) las hojas de coca o la pasta básica llamada en ese entonces cocaína bruta.
A principios del siglo XX, el mayor exportador de hojas de coca fue Indonesia, a donde los holandeses trasplantaron la planta desde Surinam. Los japoneses cultivaron en Taiwán y, como es bien conocido, Bolivia y Perú tuvieron grandes plantíos de coca que abastecían el mambeo en esos países y en el norte de Argentina y Chile.
A finales de los años treinta, anticipando una escasez de cocaína medicinal ante una nueva posible guerra mundial, Harry Anslinger, el director de la Oficina de Federal de Narcóticos, antecesora de la DEA, desarrolló cultivos pilotos en Puerto Rico y Guam.
Mientras la cocaína fue legal, su producción no excedió a 20 o 30 toneladas. Su máximo se obtuvo antes de los años treinta y decayó con el desarrollo de sustitutos no adictivos. Durante los años cuarenta no pasó de cinco toneladas. Perú intentó desarrollar la producción de la cocaína y, finalmente, lo logró a finales de esa década.
Sin embargo, para entonces el uso medicinal de la cocaína había disminuido mucho y Perú acabó su producción en 1950. Actualmente, la demanda global para usos médicos de la cocaína no supera los 130 kilos por año, mientras que la producción de cocaína ilegal es mayor a 1.200 toneladas.
Esta evidencia muestra que Colombia no tiene una ventaja comparativa especial en la producción de coca, la cual se puede cultivar en muchas zonas tropicales húmedas, y también muestra que muchos países que cultivaron coca y produjeron pasta básica, y que hoy cuentan con los recursos tecnológicos para refinar cocaína, no lo hacen.
Mientras tanto, Colombia, que no exportó una hoja de coca o un gramo de cocaína cuando eran legales, lleva por lo menos 40 años atrapada en el negocio del narcotráfico de cocaína, sin que la sociedad y el Gobierno vean formas de salir.
La frase común: “cuando hay demanda, hay oferta”, no es suficiente para explicar este fenómeno. Explica la motivación para hacerlo, pero no porque sea físicamente más fácil hacerlo en Colombia, o más ventajoso económicamente, que en otros países con condiciones similares.
Esta explicación deja por fuera el hecho de que, adicional a la motivación para responder a la demanda, es necesario tener en cuenta también el nivel de riesgo que este tipo de negocio implica. Y, obviamente, por tratarse de una actividad ilegal, esta será más rentable en aquellos lugares donde la capacidad del Estado para reprimirla sea más baja.
Entre más controles estatales o sociales existan, será mayor el riesgo, y esto afectará su rentabilidad, e incluso la probabilidad de que este tipo de actividades se puedan desarrollar. Más aun, se puede llegar al caso, dependiendo del grado de controles existentes dentro de determinados grupos sociales, en que se considere que a pesar de que exista una demanda, no necesariamente se debe responder con una oferta. Por consiguiente, es imprescindible que el Gobierno y los estudiosos colombianos analicen el desarrollo de los países que, pudiendo cultivar coca y producir cocaína, no lo hacen.
De esa manera se podría entender y aprender cuáles son los factores y políticas que han servido para prevenir el desarrollo de la gran industria de cocaína ilegal. De la misma forma, el mercado mundial de heroína, en el cual, no obstante la existencia de una gran demanda, Colombia no ha tenido una respuesta comparable a la del mercado de cocaína, también podría dar lecciones valiosas.
Mientras Colombia se mantenga en el círculo vicioso que implica explicar el problema de las drogas con base en la necesidad de responder a una demanda, no podrá encontrar soluciones realistas, y terminará dependiendo siempre del vaivén de la política dictada por los países consumidores, que en la política mundial son mucho más poderosos y organizados.
Permaneciendo dentro de este círculo, el país siempre será dependiente por lo que su desarrollo nunca será endógeno y autónomo, y estará signado por el carácter ilegal de una parte importante de la riqueza de los ciudadanos del país.
FRANCISCO E. THOUMI
PARA EL TIEMPO