Churchill dijo alguna vez que la democracia era la peor forma de gobierno, con excepción de todas las demás. El proceso de paz logrado con las Farc, ha sido el peor proceso de terminar la guerra… con excepción de todos los demás que se intentaron concretar en Colombia.
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La pretendida analogía entre las dos reflexiones fracasa en forma mayúscula, dado que mientras la primera recibe una contundente aprobación, la segunda no encuentra igual receptividad, siendo no menos significativa y que refleja una gran verdad para nuestro país.
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Verdaderamente que resulta necesario recurrir a lo más profundo de la Sociología para poder entender como un logro tan significativo que puso fin a la confrontación bélica más añeja del mundo occidental, no obtiene el fervoroso reconocimiento de todos nuestros conciudadanos y lo que es peor aún, que tal hecho histórico suscite radicales enfrentamientos entre buena parte de los mismos.
Matamos el tigre y nos asustamos con el cuero? Esta rara e inexplicable simbiosis derivada de lo que en otros países ha sido la tarea menos difícil, “sale para pintura” reza el argot popular, infortunadamente para nosotros el desarrollo del posconflicto ha resultado traumático y con tendencia al fracaso, pues ha azuzado nuevamente los niveles de intolerancia que caracterizan a nuestra nación.
El trasfondo de tan ilógica situación pareciera encontrar eco en una frase que retumba vergonzosamente en nuestro oídos: Somos un estado fallido y así lo hemos sido al menos en los últimos 40 años.
En efecto, en buena medida nuestros gobiernos se han caracterizado por ser altamente Ineficientes, corruptos y para colmo de males -por acción u omisión-, han terminado fomentando comportamientos francamente fraticidas entre nosotros mismos.
Una lectura diáfana permitiría concretar que la terminación del conflicto armado, permitió dejar al descubierto que Colombia tiene y tenía otros males que la condujeron a atravesar por uno de sus peores momentos, pues la crisis institucional es profunda y difícil. Reina el caos, la anarquía, el desánimo y el pesimismo.
Actualmente tales características han hecho metástasis y la corrupción transita sin el más mínimo obstáculo y se pasea oronda, inconcebible y francamente inverosímil en todos los poderes del estado: Ejecutivo, Legislativo y hasta el Judicial, mejor dicho y recurriendo nuevamente a los adagios populares: La sal se pudrió.
Ante tanta evidencia de descomposición social, nada aparece claro en el horizonte. El futuro acecha dificultades tanto en lo económico como en la simple convivencia y para empeorar en el corto plazo padeceremos una visceral campaña electoral que augura los peores términos de fastidiosa intolerancia.
Todo lo anterior se conjuga para dificultar y potencializar en contra el desarrollo exitoso de la implementación del posconflicto, pues alguna buena parte de la población caldea sus ánimos al ver que los antiguos terroristas de lar Farc gozarán de impunidad judicial y además gozarán de privilegios que ella nunca ni jamás ha recibido.
Tal prisma unidireccional dificultad en grado superlativo entender que esos son los costos de la paz, a los cuales se han sometido absolutamente todos los conflictos armados en el mundo, además que tal incomprensión hace parte de una estrategia perversamente azuzada por intereses políticos.
¿Qué debemos hacer entonces para no padecer esta catástrofe anunciada?
El desarrollo exitoso del posconflicto es solo el comienzo, es apenas el primer escaño de una larga y tortuosa escalera que debemos transitar en la construcción del progreso colectivo que tanto anhelamos.
El país -necesaria e indefectiblemente-, tendría que enfocarse hacia la eliminación del ‘estado fallido’, que sólo se puede dar con la plena, activa y mancomunada participación de la totalidad de los miembros de la sociedad civil.
El modelo sobre el cual debemos construir nuestro futuro, por supuesto que debe estar basado en la educación, a fin de ir cambiando nuestra congénita intolerancia y, ante todo, acabar de una vez por todas con la cultura del dinero fácil.
Necesitamos un clima en el cual, todos nosotros, asumamos la personería de vigilar, denunciar y no cohonestar con los agentes de nuestros pecados capitales: corrupción, ilegalidad, exclusión, inequidad, injusticia y violencia.
Solo así, y mínimo en 10 años de trabajo arduo y bajo las banderas de la paz, estaríamos en capacidad de ir alcanzando paulatinamente pero en forma segura, aquellos índices e indicadores -por ahora tan lejanos-, de desarrollo social que deben caracterizar a un país tan rico, alegre, pujante y creativo como Colombia. De no lograrse lo anterior, en Colombia no tardarán en reaparecer por doquier diferentes y variados grupos de actores armados.
En conclusión, el país quedaría condenado en forma irreversible al síndrome del Narcotráfico: mientras el negocio mantenga tan exagerados niveles de rentabilidad, se puede eliminar al capo más feroz y sanguinario, pero inequívocamente, al otro día habrá mínimo 10 hampones de igual o peor calaña prestos a sucederlo.
Miguel Celis García
Docente Universitario