Cuando el mes pasado la Cámara baja del Congreso mexicano bloqueó una investigación sobre acusaciones de corrupción que involucraban a Odebrecht, los políticos de la oposición optaron por realizar un ejercicio de teatro político. Desplegaron una enorme pancarta que decía “Hijos de la Estafa Maestra”, en referencia a un escándalo doméstico de corrupción, adornada con fotos de un sonriente presidente Enrique Peña Nieto y de aliados corruptos en poses igualmente jocosas.
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La pancarta fue un truco que tuvo el propósito de dominar los titulares de las noticias de la noche y desviar las declaraciones del Gobierno sobre un importante político de la oposición. Pero también captaba el estado de ánimo del público en un año electoral: el enojo ante una sucesión aparentemente interminable de escándalos, la impunidad generalizada y la parálisis oficial en las investigaciones sobre corrupción.
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Los electores, que tradicionalmente han tenido un alto nivel de tolerancia hacia la corrupción arraigada, se han indignado. Apenas una semana después de la pancarta, la oficina del fiscal general decidió no presentar cargos de enriquecimiento ilícito contra un exgobernador, César Duarte, un prófugo de la justicia quien estaría en Texas. Duarte enfrenta una serie de cargos de corrupción.
En un momento en que la política de muchos países latinoamericanos se ha visto convulsionada por acusaciones de corrupción –muchas de ellas surgidas de la investigación de Odebrecht en Brasil– México ha dado la impresión de que sigue tratando sus asuntos como siempre. El resultado bien podría ser un castigo para la élite política en las elecciones de julio. Andrés Manuel López Obrador, un populista de izquierda cuya postulación se basa en una plataforma anticorrupción, es el claro favorito para ganar.
Las elecciones mexicanas están dominadas por la percepción de apatía oficial en cuanto a la corrupción y el aumento del crimen; la tasa de homicidios del año pasado fue incluso mayor que en el momento más álgido de la guerra contra los cárteles, hace una década. A pesar de la percepción de hostilidad de Donald Trump hacia los inmigrantes mexicanos y sus amenazas de retirarse del TLCAN –lo cual podría hundir la economía en una serie de problemas– estas elecciones se libran exclusivamente en base a los problemas internos.
“La corrupción es lo que más me enoja”, dice Aaron, un arquitecto, quien pidió no dar su apellido. “La madre de todo. Si el Gobierno es corrupto, hay pobreza y una mala economía y eso conduce al crimen y la violencia”.
Marco Fernández, coordinador anticorrupción de México Evalúa, un grupo de estudio, afirma que la campaña presidencial de 2012 estuvo dominada por la violencia y la inseguridad. “Ahora, además de eso, tenemos este gran problema de la corrupción”.
Peña Nieto, quien fue elegido en 2012 y figuró en la portada de la revista Time dos años después como el hombre que estaba “Salvando a México”, ha tomado medidas para abordar el creciente disgusto por la corrupción y la impunidad. Su partido, el PRI, señala un nuevo sistema anticorrupción, el cual requería cambios en la constitución, dándoles más poderes a los fiscales y responsabilizando a las compañías y personas de los actos de corrupción.
Pero estos cambios siguen incompletos –aún no se ha nombrado ningún fiscal anticorrupción– y no han logrado cambiar en mucho el estado de ánimo del público. No es sólo la cantidad de escándalos lo que ha enojado a los electores, sino también la sensación de falta de responsabilidad que no coincide con la afirmación de Aurelio Nuño, jefe de campaña del PRI, de que “cada vez hay menos impunidad en México”.
El año pasado, México bajó una docena de lugares en el índice de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional, hasta el puesto 135 de 180. Aproximadamente el 44% de las empresas reconocen haber pagado sobornos. Nueve de cada diez delitos en general quedan impunes, según estimados oficiales.
Los escándalos han puesto bajo investigación o tras las rejas a 16 gobernadores actuales o anteriores. Javier Duarte, exgobernador de Veracruz y alguna vez símbolo de un PRI supuestamente renovado, fue encarcelado bajo acusaciones de defraudar las arcas estatales por más de US$3.000 millones, incluyendo dinero que debía utilizarse para los medicamentos de quimioterapia para pacientes infantiles con cáncer. Está en la cárcel en espera de juicio.
En el escándalo de la Estafa Maestra, una serie de contratos de ingeniería especializada para Pemex para proyectos de desarrollo social fueron presuntamente adjudicados a empresas fantasmas y se desviaron cientos de millones de dólares a campañas electorales. Un exalto funcionario del PRI fue arrestado en diciembre en relación con otras denuncias de que se desviaron fondos federales de Chihuahua, bajo el gobierno del fugitivo Duarte, hacia campañas electorales del partido.
Como resultado, Peña Nieto, quien alega que es la percepción de la corrupción lo que se está intensificando, no la magnitud del problema en sí, se ha convertido para muchos en un símbolo de la complacencia del sistema. Después de que ocurrió un socavón en una nueva autopista el año pasado y cayó un automóvil en él, dijo que esas cosas suceden en todo el mundo. Cuando desaparecieron 43 estudiantes en 2014 a manos de la corrupta policía local confabulada con una banda de narcotraficantes –la peor atrocidad contra los derechos humanos cometida por las autoridades en medio siglo– el Presidente trató de presentar esto como un pequeño problema local.
Él y su esposa fueron investigados por el Gobierno por acusaciones de conflicto de intereses después de que las revelaciones de que tenían casas de lujo que habían sido pagadas por un favorecido contratista gubernamental, provocaran indignación. Posteriormente fueron absueltos, pero la popularidad de Peña Nieto nunca se recuperó.
El PRI gobernó México durante la mayor parte del siglo XX antes de perder el poder en el año 2000 y pasar doce años como oposición. “Ganó en 2012 a pesar de que la gente sabía que el partido tenía un historial de corrupción”, explica Roy Campos de Consulta Mitofsky, una importante firma encuestadora. “No es la corrupción lo que les molesta a los electores, es la impunidad. Es lo que está motivando la ira contra la clase política”.
Quizás nada ilustre la parálisis en México más claramente que su falta de respuesta al escándalo de Odebrecht y los progresos contrastantes que Brasil ha hecho para erradicar y castigar la corrupción. Odebrecht admitió haber pagado aproximadamente US$788 millones en sobornos a cambio de contratos de obras públicas en toda la región. Estas revelaciones han conducido a la renuncia del presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski, y a la encarcelación por seis años del exvicepresidente de Ecuador, Jorge Glas.
En Brasil, Lava Jato, la investigación iniciada hace cuatro años sobre la corrupción sistemática que reveló la operación de soborno en Odebrecht, ha diezmado a la élite política y empresarial, provocando más de 100 condenas, incluyendo la del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, quien esperaba ganar la reelección este año.
Pero mientras la investigación en Brasil ha sido encabezada por jóvenes fiscales y jueces capacitados en el extranjero que trabajan en un sistema judicial que es relativamente independiente, México lucha para que su programa anticorrupción funcione con tribunales célebremente débiles.
Santiago Nieto, el fiscal mexicano encargado de investigar si los sobornos de la compañía brasileña de construcción que financiaron la campaña electoral de 2012 de Peña Nieto (sin relación), fue despedido abruptamente en septiembre pasado, y ahora dice que le ofrecieron dinero para mantener la boca cerrada. Un mes después, Raúl Cervantes renunció como fiscal general, diciendo que había terminado su investigación sobre Odebrecht, y que el caso estaba listo para que se presentaran cargos en cuestión de días.
En los seis meses transcurridos desde entonces, no sólo no se han presentado cargos, sino que Emilio Lozoya, el exdirector de Pemex quien niega las acusaciones de ex ejecutivos de Odebrecht de que aceptó US$10,5 millones, ha asegurado un dictamen de un juez que bloquea indefinidamente cualquier intento de arrestarlo. Y el mes pasado, el PRI y sus aliados votaron con la intención de evitar que la oficina del auditor busque sanciones penales contra funcionarios por un acuerdo con una subsidiaria de Odebrecht.
Los grupos de la sociedad civil culpan a los legisladores por obstruir los intentos de alcanzar avances en la agenda. Tres años después de que se estableciera por ley el sistema anticorrupción, todavía no existe un fiscal anticorrupción –un cargo que se supone es independiente– al mando. En la fiscalía general del estado, Cervantes no ha sido reemplazado y se ha estancado una reforma para transformar la fiscalía en una agencia totalmente autónoma.
Incluso aunque ha tomado medidas, la fiscalía general ha enfrentado acusaciones de que tiene motivaciones políticas. En contraste con el lento progreso en cuanto al caso Odebrecht, ha actuado rápidamente para realizar una investigación de lavado de dinero contra Ricardo Anaya, un candidato presidencial que ocupa el segundo lugar en la mayoría de las encuestas, en relación con una transacción de propiedad. Anaya niega las acusaciones.
El enojo público ha sido una bendición para el López Obrador, el candidato externo. Tiene alrededor de 10 puntos de ventaja y cuenta con el apoyo del 40,1% de los votantes, según una reciente encuesta de encuestas realizada por Oraculus. “López Obrador no está ahí porque la gente piense que va a generar muchos empleos”, indica Campos. “Él representa todo el enojo contra la impunidad”.
López Obrador les dijo a los banqueros en su conferencia anual el mes pasado que el presupuesto de México estaba perdiendo al menos 500.000 millones de pesos (US$27.000 millones) al año a causa de la corrupción, una suma que, según dijo, financiaría el desarrollo.
Aun así, incluso AMLO, como se le conoce, no es inmune al escándalo. Provocó incredulidad al incluir a un ex jefe sindical que había huido a Canadá después de haber sido acusado de malversación de fondos en la lista de representación proporcional de su partido para el senado. Un ex secretario privado cumplió ocho meses de cárcel hace 15 años después de ser captado por una cámara mientras recibía fajos de billetes.
Penden nubes similares sobre los otros candidatos. José Antonio Meade, un tecnócrata escogido por el PRI a pesar de no ser miembro del partido precisamente por su reputación de honestidad, también se ha visto manchado por la asociación con los escándalos y ha recibido críticas por no haber detenido las presuntas estafas mientras era Secretario de Hacienda. Y Anaya sostiene que no hizo nada malo en dos acuerdos de propiedad que han estado bajo escrutinio público.
En este entorno, a los electores no les impresionan las afirmaciones del Gobierno sobre el progreso económico. Peña Nieto está en vías de cumplir su objetivo de crear 4 millones de empleos en su mandato, mientras que su apertura del sector de la energía, cerrado a las empresas privadas durante mucho tiempo, ha recaudado más de US$200.000 millones en inversiones comprometidas hasta el momento. Pero muchos mexicanos sienten un repunte de la inflación que ha superado el crecimiento salarial.
“En la época dorada del PRI, la gente decía que los políticos robaban, pero lograban cosas. Ahora la sensación es que roban, pero que no logran nada”, dice Jorge Buendía, de la encuestadora Buendía y Laredo. “La corrupción se ha convertido en algo que contribuye a la falta de crecimiento, a las instituciones que no funcionan y a la inseguridad”.
La reputación de López Obrador como populista puede alarmar a los ejecutivos y asustar a algunos votantes. Pero muchos mexicanos coinciden con Alfonso Romo, su asesor, cuando dice: “El verdadero peligro para México es seguir como estamos”.
Jude Webber