“Les guste o no, la historia está de nuestra parte. ¡Los enterraremos!”. Fue así como, en 1956, Nikita Kruschev, el entonces primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética (URSS), predijo el futuro.
Xi Jinping es más cauteloso. Pero sus afirmaciones también son audaces. “El socialismo con características chinas ha cruzado el umbral hacia una nueva era”, declaró el secretario general del Partido Comunista de China en su XIX Congreso Nacional. “Ofrece una nueva opción para otros países y naciones que desean acelerar su desarrollo y preservar su independencia”. El sistema político leninista no se encuentra en las cenizas de la historia. Es, una vez más, un modelo.
La afirmación de Kruschev actualmente parece ridícula. No lo parecía tanto en aquel entonces. La industrialización de la URSS lo ayudó a derrotar a los ejércitos nazis. El lanzamiento del Sputnik en 1957 indicó que se había convertido en un rival tecnológico para EEUU. Sin embargo, 35 años después, la URSS, el partido comunista soviético y su economía habían colapsado. Este evento político continúa siendo el más extraordinario desde la Segunda Guerra Mundial. Mientras tanto, el evento económico más notable es el ascenso de China de un estatus de empobrecimiento a uno de ingresos medios. Es por eso que Xi puede hablar de China como un modelo.
Sin embargo, ¿cómo ha tenido éxito en Beijing el sistema que fracasó en Moscú? La gran diferencia se encuentra en las elecciones de Deng Xiaoping. El líder supremo de China después de Mao Zedong mantuvo el sistema político leninista -sobre todo el papel dominante del Partido Comunista- mientras liberaba la economía. Su determinación de mantener el control del partido quedó evidenciada en sus decisiones durante lo que los chinos llaman el “incidente del 4 de junio” y los occidentales conocen como la “masacre de la Plaza Tiananmén” de 1989. Sin embargo, su determinación de continuar con la reforma económica nunca decayó. Los resultados fueron espectaculares.
Si la Unión Soviética pudiera haber seguido ese camino puede debatirse. Pero no lo hizo. Como resultado, la Rusia de hoy día no sabe cómo marcar la revolución de octubre de hace un siglo: el presidente Vladimir Putin es un autócrata, pero el sistema comunista ha desaparecido. Xi también es un autócrata. Su dominio sobre el partido y sobre el país fue evidente durante el congreso del partido. Pero él también es un heredero de la tradición leninista. Su legitimidad depende de la del partido.
¿Cuáles son las implicaciones del matrimonio entre el leninismo y el mercado en China? China realmente ha aprendido del Occidente en cuestiones de economía. Pero rechaza la política occidental moderna. Bajo Xi, China es cada vez más autocrática y más antiliberal. En el Partido Comunista, China tiene una plantilla ostensiblemente moderna para su antiguo sistema de soberanía imperial y de burocracia meritocrática. Pero el partido es ahora el emperador. Por lo tanto, quienquiera que controle al partido controla todo. Se debe agregar que los cambios hacia una dirección autocrática se han producido en otros lugares, particularmente en Rusia.
¿Seguirá funcionando esta combinación de política leninista con economía de mercado a medida que China se desarrolle? La respuesta debe ser: no sabemos. Una respuesta positiva pudiera ser que este sistema no sólo se ajusta a las tradiciones chinas, sino que los burócratas son también excepcionalmente capaces. El sistema ha funcionado espectacularmente hasta el momento. Sin embargo, también existen respuestas negativas. Una es que el partido siempre está por encima de la ley. Eso hace que el poder sea, en última instancia, ilegal. Otra es que la corrupción que Xi ha estado atacando es inherente a un sistema que carece de controles desde abajo. Otra es que, a la larga, esta realidad socavará el dinamismo económico. Otra más es que, a medida que avance la economía y el nivel de educación, el deseo de participar en asuntos de política será abrumador. A largo plazo, el dominio de un solo hombre sobre el partido y el de un partido sobre China no perdurará.
Todo esto es para el largo plazo. La posición inmediata es bastante clara. China está emergiendo como una superpotencia económica bajo una autocracia leninista controlada por un solo hombre. El resto del mundo no tiene más remedio que cooperar pacíficamente con esta potencia emergente.
Al mismo tiempo, aquellos de nosotros que creemos en la democracia liberal -en el valor perdurable del estado de derecho, de la libertad individual y de los derechos a participar en la vida pública - debemos reconocer que China no sólo es, sino que se considera a sí misma, un significativo rival ideológico.
El reto ocurre en dos frentes. En primer lugar, el Occidente debe mantener un margen de superioridad tecnológica y económica, sin desarrollar una relación indebidamente antagonista con la China de Xi. China es nuestro socio, no nuestro amigo.
En segundo lugar, y más importante, es que el Occidente (tan frágil como lo es hoy en día) tiene que reconocer el hecho - y aprender de él - que la gestión de su economía y de su política ha sido insatisfactoria durante años. Dejó que su sistema financiero se fuera a pique en una enorme crisis financiera. Ha invertido deficientemente, de manera persistente, en su futuro.
Xi habla del “gran rejuvenecimiento de la nación china”. El Occidente también necesita rejuvenecimiento. No puede rejuvenecerse copiando la desviación hacia la autocracia presente en demasiado del mundo actual. No debe abandonar sus valores centrales, sino volverlos a la vida, una vez más. Debe crear economías más inclusivas y más dinámicas, debe revitalizar su política y debe nuevamente restablecer el frágil equilibrio entre lo nacional y lo global, lo democrático y lo tecnocrático, el cual es esencial para la salud de las democracias sofisticadas. La autocracia es la norma humana ancestral. No debe tener la última palabra.
Martin Wolf
Columnista del Financial Times