Macarena llegó a Bogotá, desde Neira, Caldas, el 7 de noviembre de 2017.
Lo primero que hizo fue adoptarme, y luego cambió toda mi vida. Llegó, por cosas del destino, desde donde nacieron mi padre, Mario, y mi abuelo, Pedro José, quien fue el maestro del pueblo y un campesino que educó a sus once hijos con el producto de una parcela cafetera, cuando a Manizales se llegaba por un cable que cruzaba la cordillera hasta Mariquita. Pero ese es otro cuento.
Cuando mis amigos me preguntan, con cierto desprecio, por la raza de Macarena, les digo con orgullo que es una ‘neira terrier’.
Ella pasó sus primeros meses perdida entre los cafetales, y otros pocos en un refugio que la acogió con amor, dirigido por Juliana Montes, una valiente y generosa mujer de Neira, el mismo pueblo donde esta semana un perro fue agresivamente maltratado por un atleta que corría la maratón local.
Ser adoptado por un perro es un acto de magia que combina paciencia, adaptación, amor y traducción simultánea, todo lo cual el can hace perfectamente, y el descendiente de primate no. Pero con el tiempo se va decantando la relación y ambos llegan a sentir que la vida sin el otro es imposible e impensable.
Macarena me obliga a salir a la calle tres veces al día, pues yo debo satisfacer mis necesidades de desintoxicarme de la hoja de cálculo, de las bases de datos de la Dian, del Dane, de la OMC, del internet y del procesador donde redacto todos mis estudios y dictámenes, para unos abogados, adonde regularmente va Macarena a las reuniones, como mi asistente de cabecera. Ellos, los abogados, ya se resignaron con que ella les ladre cuando se les sale alguna leguleyada, y los celadores de varios edificios se han llevado su gruñido, luego del típico “es que aquí no pueden entrar perros”. Macarena de todas maneras entra, por supuesto.
Y es que es increíble que en Colombia aún existan centros comerciales, restaurantes, hoteles y otro tipo de lugares públicos donde se niegue el acceso a los animales. Con un mínimo de cultura, cualquiera entiende que todos venimos del mismo protozoo y que los que mejor han evolucionado son las demás especies.
Creo que el trato con y el maltrato a los animales no es suficientemente atendido por nuestros gobernantes y legisladores.
En Bogotá apenas se inicia, gracias a la creación del Instituto Distrital de Protección y Bienestar Animal por parte de la pasada administración, y declarado expresamente por la alcaldesa López como de enorme importancia en sus próximos cuatro años. Hizo bien la alcaldesa retirando a los perros que apoyaban la seguridad en TransMilenio. Ojalá las empresas de seguridad privada hicieran lo mismo.
De verdad, recomiendo a mis amigos y lectores dejarse adoptar por un perro, por un gato o cualquier animal piadoso dispuesto a transformar su vida (la del humano). A ellas, las mascotas, no les importa su tal pedigrí, ni apariencia o nivel de entrenamiento. Ni los buscan en las criminales vitrinas de la Caracas con 53, en Bogotá.
Ellas solo quieren que usted sea una mejor persona. Déjese.
Sergio Calderón Acevedo
Economista