La información es poder, pero usarla es poderosísimo. En un mundo infoxicado, en el cual existe exceso de datos, información y noticias, poder entenderla y transformarla en conocimiento ejecutable es uno de los enormes retos de los directivos de hoy.
La semana pasada vimos un debate entre el Banco de la República, el Ministerio de Hacienda y el Dane por la diferencia de análisis entre dos datos válidos, donde nunca se resolvió lo importante: no cuál de los dos se debe usar, sino cómo se debe hacerlo.
Para un empresario, la estacionalidad es un tema común, al igual que para una ama de casa, porque ambos saben que cada mes es completamente diferente al anterior y al del año pasado. Así, toman decisiones acerca de lo que pasa y no sobre cosas que son comparables, pues esto es muy útil para el largo plazo, pero su cotidianidad es más cercana a la inmediatez.
Un dato es inerte sin análisis, y es inútil si no se usa. Esa es la diferencia entre la información y el conocimiento. Yo mido 1,64 metros, lo que para mucho es ser bajito, pero para la industria de moda significa que soy talla S-M en sus prendas, eso es cerca del 60 por ciento de la población mayor de 18 años. Gracias a esa información, las marcas definen sus prendas, mientras otras diseñan sillas, escalones, armarios, alimentos, apartamentos, etc., porque no les interesa el juicio de valor de si soy enano o no, sino qué cosas necesito y cuáles pueden crear ellos, como bien lo hace Waze.
Seguimos creyendo que las proyecciones económicas, sociales y culturales son exactas, dándoles un poder que no tienen y olvidando su sentido natural de mostrarnos y advertirnos lo que puede pasar si las cosas siguen igual. Buen ejemplo de esto es el asunto del tamaño de la población que hay en Colombia, donde seguimos culpando al Dane por unas proyecciones hechas hace 13 años y todos asumimos como un dato real.
El conocimiento es el acto de transformar una verdad, una medición o un hallazgo en algo consciente y ejecutable. No solo saber que la inflación en el 2018 fue de 3,3 por ciento, sino comprender que el verdadero cambio de precios que tuvieron los hogares fue de 2,2 por ciento (que fue el deflactor del consumo de hogares), pues , como sabemos, ante un aumento de precios, las mamás compran otras cosas.
Esas mamás han comenzado a recordar que ‘lo barato sale caro’, después de más de cuatro años de una intensa guerra de promociones y descuentos en el mercado, que hicieron que compraran productos baratos, sacrificando calidad, pertinencia y servicio, artículos a los que están volviendo, porque han sentido su ausencia. Una cosa es comprar barato y otra lo que se necesita, situación que nos lleva al debate de las calorías en los alimentos, en el que las personas siguen hablando de las 2.000 calorías día, sin saber qué es eso y cómo ‘se come’.
Los datos no tienen la culpa, porque ellos son la representación abstracta de una realidad que, a veces, preferimos no conocer ni reconocer, y por eso los usamos para defender nuestras creencias y no para mejorar nuestras vidas. Estamos en un mundo donde cada vez usamos menos los promedios y se les da menor importancia a las mayorías, y aún nos preguntamos por qué pasa eso.
Recomendación: lean el libro Factfulness, ayuda a entender el mundo con datos y no con emociones.