“Los mendigos llenan calles y plazas, exhibiendo no tan solo su desamparo, sino una insolencia qué debe dar mucho en qué pensar, pues la limosna se exige y quien la rehúse, queda expuesto a insultos que nadie puede refrenar… la mendicidad, decimos, desarrollada en grandes proporciones y con caracteres que le son extraños es un hecho alarmante en más de un aspecto”. Conocí este texto, redactado por el brillante Miguel Samper Agudelo, en 1867, cuando escribía el libro Paisas en Bogotá (Uniediciones, Grupo Editorial Ibáñez, 2005). Entonces, rastreando la llegada del antioqueño Pepe Sierra a la Plaza de San Victorino, un día de enero, 20 años después, hallé La miseria en Bogotá como gran espectro de las circunstancias sociales de la capital decimonónica.
Han pasado 152 años sobre esta ciudad tambaleante. Que conoció épocas de esplendor definidas con alcaldes como Fernando Mazuera, Jorge Gaitán Cortés, Virgilio Barco, Jaime Castro, Antanas Mockus y Enrique Peñalosa. Al terminar la primera administración de quien está hoy en su segundo mandato, la metrópoli era ejemplo y orgullo mundial. Me correspondió coordinar y redactar el informe de esa gestión. Lo titulé ‘La Bogotá del tercer milenio: historia de una revolución urbana’.
Venía gente incrédula a comprobar el milagro. El modelo de Transmilenio se propagó por diversas ciudades. Colegios, alamedas, parques, andenes para la gente. La victoria del espacio público. La calidad de vida ascendió cerca de los 2.600 metros. Antanas Mockus bis entendió que sin cultura ciudadana todo eso iba a zozobrar. Alcanzó a sostener a la que después se convertiría en un titanic urbano. La Bogotá más cerca de las estrellas se descolgó con las administraciones de Garzón, Moreno (Clara López) y Petro.
Hoy, en todo caso, y para saber que en el túnel del tiempo se ha perdido siglo y medio, la mendicidad ha retornado. Se ha convertido en un oficio, en una forma equívoca de supervivencia, único recurso y sustento de miles de personas. No hay sitio que escape al mendicante. Hay gente pidiendo limosna en el transporte público, en los semáforos, en las calles, en los centros comerciales. Demandando ayuda y alimentos en supermercados, restaurantes, tiendas. Afuera y adentro. Día y noche.
Muchas de estas personas, familias enteras, llevan un letrero común: ‘Soy venezolano’. Han escapado a la desgracia con la que el tirano y sus esbirros militares apuñalaron a su nación. Esperan retornar. Pero hoy se reproducen en las calles de todo el país, pidiendo ayuda con una decencia que conmueve. Muchos están trabajando. La contratación irregular cabalga. Y hay un dato del Dane publicado por Portafolio: siete de cada 10 puestos nuevos en Colombia (144.000 de 198.000) fueron para ciudadanos venezolanos. La tasa de desempleo urbano fue de 12,4 por ciento en febrero.
La mendicidad, la informalidad, ese nuevo fenómeno urbano que son los repartidores de Rappi… todos actúan como depredadores del espacio público. La frontera entre lo legal y lo ilícito es de humo. Los andenes ya no son para la gente. Y no pasa nada. “Así como la vista se acostumbra a la oscuridad y el olfato a un mal olor, una situación constante de malestar embota las potencias del hombre y las enerva”, escribió Samper.