La posibilidad de que una parte de los votantes colombianos convierta a Gustavo Petro en el próximo presidente de Colombia tiene aterrado al resto de los compatriotas. Y no es una alarma vana. Tampoco un capricho de clase, la veleidad de los privilegiados.
Es una realidad manifiesta en el freno de las inversiones, el declive de las compras y el repliegue de los movimientos económicos. Y la convicción asumida por empresas, familias y personas, de que si eso llega a suceder el país entrará en una barrena catastrófica nacional e internacional, que segará el futuro de una manera abrupta y odiosa.
Esa visión nefasta de la presidencia de Petro ha llevado a un lugar común de las conversaciones y los mensajes en redes sociales. Es la expresión individual y colectiva de una decisión irrevocable: que mucha gente se irá de Colombia como sea o sacará a sus hijos o se exiliará en la desesperanza, pero no se quedará a vivir ese experimento de conflagración y miseria, de odio y venganza.
Por más que en discursos recientes el candidato Petro haya acudido al manoseo de Jesucristo para ganar adeptos, su exposición pública ha sido una invitación a la enemistad. Una apertura a la lucha de clases. La admonición de un tiempo de desquite. Una mala hora.
¿Cómo hemos podido llegar a este punto tan crítico?
La responsabilidad fundamental de que hoy el peor alcalde de Bogotá –con una evidente falta de idoneidad administrativa y un manejo financiero que no raspa las matemáticas de Coquito– tenga la opción de gobernar a Colombia, es del sistema y su clase dirigente. Y este pánico que perturba los hogares es suficiente advertencia para que sepan que las cosas deben cambiar. Ya. Radicalmente. Pero no entregándole el país a esa furibunda insensatez.
Astuto, orador recursivo, demagogo empedernido y diestro manipulador, Petro arruinará si gana e incendiará si pierde. Es la transición perfecta para la Farc. Y es claro que el actual gobierno prefiere sentar en el solio a Petro que ponerle la banda a Duque.
Y hace parte de un plan. Es el Robin Hood colombiano del Foro de Sao Paulo, que desde 1990 trazó una ruta de acciones y estrategias para tomarse el poder en varias naciones latinoamericanas. Esa cruzada de populismo que inflamó el petróleo de Venezuela y aireó el carisma de Hugo Chávez hizo posible que de una insular y fracasada Cuba se saltara a la Unasur, que se cayó a pedacitos y hoy es un edificio en ruinas en la mitad de la tierra.
Con Cuba y Nicaragua no quedan en esa franja sino Bolivia y Venezuela. Esta última, aunque la posibilidad del castro-chavismo sea para muchos un hazmerreír, es lamentablemente un claro ejemplo de cómo terminan esas andanzas. La reciente reelección espuria del sátrapa Maduro, la ruina de una nación ubérrima, el enriquecimiento de una camarilla y el éxodo de millones de compatriotas venezolanos despojados que inundan a Colombia son realidad y no suposiciones.
Petro cosecha 12 años de Alcaldía de Bogotá. Es un traidor al partido que lo aupó, no se acerca siquiera a la estatura izquierdista de Carlos Gaviria y espantó de su lado a personas de inmensa y comprobada valía como Antonio Navarro y Jorge Enrique Robledo.
Del voto masivo de los colombianos depende que no comience esa horrible noche.
Carlos Gustavo Álvarez
cgalvarezg@gmail.com