La teoría económica nos dice que para reducir la demanda de un producto como el cigarrillo, cuyo consumo presenta altos costos sociales, es necesario aumentar su precio final a través de un incremento de su tributación. La lógica dicta, además, que el efecto de un aumento en el precio será más notorio en la población más joven, dados sus menores ingresos, en comparación con los adultos. Sin embargo, a veces las cosas no resultan como sugiere la lógica económica. Por un lado, la elasticidad del cigarrillo se ve afectada por su componente adictivo. Un aumento en el precio puede no afectar significativamente su demanda por la adicción de los consumidores y la ausencia de productos sustitutos.
Por otro, la racionalidad de los consumidores es muy distinta cuando se trata de países con graves problemas de contrabando. En Colombia, se pueden conseguir fácilmente en las tiendas de barrio cajetillas de cigarrillo de tabaco rubio a 1.500 pesos, en promedio, cuando una cajetilla de calidad similar, pagando impuestos, puede alcanzar 2.500 pesos. Ante estos precios y niveles similares de calidad, el Estado no tiene cómo garantizar una competencia justa a las compañías legales ni cómo reducir el consumo de cigarrillo a través de su tributación. No es casual que el incremento tributario a los cigarrillos en el 2010, implementado no solo con propósitos de salud pública, sino para aumentar las rentas departamentales, se mostrara inocuo ante la arremetida del contrabando.
Una encuesta reciente de Eafit y la Federación Nacional de Departamentos (elaborada por Invamer) arroja resultados contundentes en ese sentido. Entre el 2011 y el 2013, se dio un aumento de aproximadamente 3 por ciento en el consumo de cigarrillos de contrabando, principalmente en la población joven (18-24 años) y en la mayor, de 55 años, en estratos bajos (1 y 2) que habitan zonas rurales. En especial, preocupa que las tasas de incidencia en el tabaquismo hayan pasado del 5 al 8 por ciento, así como en las mujeres, que aumentó 7 puntos porcentuales.
Lo irónico es que la Superintendencia de Industria y Comercio en el 2013, con base en datos de las empresas tabacaleras, reportó una disminución en la demanda de cigarrillos en Colombia. Es apenas lógico suponer que lo que está ocurriendo es una disminución en el consumo del producto legal. De hecho, la encuesta de Eafit y la FND permite concluir que hay un traslado hacia la demanda de marcas ilegales que pueden adquirirse fácilmente en las tiendas de barrios.
¿Qué puede hacerse? No existe una receta única, pero hay algunos referentes. La experiencia del programa Antioquia Legal, por ejemplo, tiene mucho que decir. Sus resultados muestran que la aplicación de una ordenanza de cierre del establecimiento comercial es una señal disuasiva contundente. No basta con disponer de una normatividad dura, sino que se ejecute en la práctica.
No obstante, cualesquiera sean las políticas implementadas, se requiere de la voluntad política de los administradores locales. El caso del gobernador Kiko Gómez, en La Guajira, uno de los departamentos más afectados por el contrabando, demuestran que si los que son responsables de atacar el problema están involucrados, no hay solución posible.
Catalina Gómez
En colaboración con Gustavo Duncan
Los autores son de la Escuela de Economía y Finanzas de la Universidad Eafit