Mientras en el foro de Davos 2017 la inclusión social fue un tema importante, también en ese espacio de debates mundiales de grandes empresarios y líderes, Oxfam presentó un estudio que muestra que siete hombres tienen la misma fortuna que la mitad del mundo. Por enésima vez, se plantea la profunda desigualdad en la que vive la humanidad, sin que se observen cambios fundamentales en las políticas públicas. ¿Por qué, si se reconocen como intolerables las grandes diferencias económicas y de oportunidades que se observan en la humanidad, todo el interés parece quedarse en el discurso?
En aras de ampliar este debate, vale la pena señalar que tal vez el mecanismo de discusión no funciona. Es decir, seguir haciendo énfasis en solo los beneficios de una sociedad menos desequilibrada no ayuda a sensibilizar sobre la importancia de este tema entre quienes toman las decisiones en los países. Y la razón podría ser que al plantear esta vía de discusión no se cae en cuenta que antes de lograr los beneficios, o precisamente para alcanzarlos, son precisamente los poderosos, los que acumulan las ventajas del sistema económico actual, los que tienen que asumir los costos y este es el freno. Estupendo pasar de una sociedad injusta a una justa, siempre y cuando no le cueste a quienes han logrado manejar, directa o entre bambalinas, los hilos del poder económico y político. Llaménse impuestos a los que más tienen.
Por ello, vale la pena el esfuerzo de plantear los desequilibrios de los países y del mundo actual de otra manera, partiendo de los costos de mantener esas profundas brechas entre ricos y pobres. Nada más saludable para empezar este ejercicio que una visita a Oslo, la capital de Noruega, país con el tercer ingreso per cápita más alto del mundo y el más bajo índice de concentración del ingreso. Es decir, un país igualitario cuya población pequeña se agrupa fundamentalmente en su capital.
Noruega, con un poco más de 5 millones de habitantes y una capital con cerca de un millón, muestra una cara que merece analizar a la luz de lo que vivimos en Colombia, uno de los países más desiguales del mundo. Una primera sensación cuando se camina por esta bella ciudad, como lo expresó una colega en un seminario reciente, realizado en esa urbe, es: “cómo vivimos de mal en Colombia”. La primera sorpresa es que el tráfico no muestra ninguna congestión, no hay carros si se compara no solo con las metrópolis latino-americanas, entre ellas Bogotá, sino con otras del mundo en desarrollo.
Comentario de otro colega cipriota. La explicación obvia es que el transporte público es perfecto; y sorpréndanse, no hay Transmilenio, sino un sistema de ‘tramps’, como en muchas ciudades nórdicas. Quién va a llevar a alguien al aeropuerto en carro, si en bus o tren –que salen permanentemente–, se llega rápidamente y de forma absolutamente segura. Conclusión: cuando una sociedad es igualitaria, se responde a las necesidades de todos y no a las de los privilegiados. Todos prefieren el transporte público, y por ello se le da prioridad en las decisiones del Estado, y no a los vehículos particulares, que son la debilidad de los ricos.
En medio del frío invierno, una noche de sábado en Oslo es una fiesta: las calles repletas de gente elegante, alegre, que llena restaurantes, cafeterías y teatros. En uno de ellos, probablemente el más grande de la ciudad, con una capacidad para miles de personas, asisten a un espectáculo lleno de buen humor, que obviamente solo entienden ellos, los noruegos, pero con un montaje espectacular.
Estaba repleto, lo cual nos dejó anonadados porque Oslo aún no llega al millón de habitantes. Es decir, todo la capital estaba en el teatro, para exagerar. Qué significa esto: que solo un país rico e igualitario puede darse el lujo de ofrecer las ventajas de grandes potencias, porque su pequeña población tiene la misma posibilidad de acceder a ellos.
A todo lo anterior, agreguemos que en Oslo no hay un papel en la calle; no se ve un policía ni para un remedio, y en el aeropuerto, el nivel de la tecnología es impresionante. Nada de colas para dejar el equipaje porque está lleno de puestos donde electrónicamente se deja la maleta, independientemente del lugar a donde se va. Igual que en Bogotá, donde chequearse por internet se ha vuelto peor que no hacerlo, porque ahora la congestión es para entregar el equipaje.
Para identificar los costos no es sino mirar a Bogotá, México, São Paulo entre otros. Tráfico inmanejable, porque la debilidad del transporte público, que es el medio para trasladarse los pobres y clases medias bajas, y no de los ricos, se compensa con la abundancia de carros; inseguridad ciudadana total, que lleva a inmensos gastos del Estado, pues el robo y el asalto callejero parecen ser la oportunidad para quienes no reciben nada de un Estado pobre, en medio de un país rico que, además, no tiene el sistema judicial que toca.
Es decir, esto es solo la punta del iceberg de los costos que la desigualdad tiene en la calidad de vida de todos los ciudadanos, y aun de aquellos que tienen el privilegio de pertenecer a las élites. ¿Alguien en Oslo se quejaría porque en vez de tener 15 escoltas para que lo cuiden, se los redujeron a 7? Estas son algunas puntadas sobre lo que cuesta la desigualdad.
Cecilia López Montaño
Exministra y Exsenadora.
análisis
Los costos de la desigualdad
¿Por qué si se reconocen como intolerables las profundas diferencias económicas todo el interés parece quedarse en el discurso?
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Cecilia López Montaño
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