La sociedad rural colombiana ha vivido, por décadas, una historia indignante. Una tragedia humanitaria.
Pero Colombia no sabía. Las comunidades locales han visto el despojo de tierras en su región, pero han preferido no saber.
Por miedo, o por indiferencia, los que no han sido tocados han preferido no saber. Muchas voces que han protestado y exigido protección del Estado han sido silenciadas para siempre u obligadas a hundirse en el fárrago urbano.
Colombia no sabía, pero los poderes locales –económicos, políticos, militares, policiales, judiciales y culturales– sí.
Varios de sus agentes han sido beneficiarios del botín. También sabían altos funcionarios, civiles y militares, y actores de alto coturno del ‘sector privado’ en Bogotá y las otras metrópolis, asociados a los poderes locales.
Pero Colombia no sabía, porque la gente chiquita, los que no tienen voz, los expropiados, los desplazados, los asesinados, han sido invisibles. Flores de un día en los titulares de prensa. Los crímenes de ayer, los actos contra la decencia fundamental de la semana pasada, salen de escena para que venga la siguiente foto instantánea.
¿Qué se necesita para que Colombia sepa? Que el tejido social, esa cosa densa, estrepitosa y múltiple, pierda la indiferencia.
Este es un mal que aqueja a todos los colectivos humanos de una forma u otra y, es con frecuencia, un modo de vida de la gente del común. Una práctica que sirve para no perder la cordura y para no perder el ritmo de la vida cotidiano. Ahí están, como símbolos del virus de la indiferencia, el holocausto judío, el sitio de Sarajevo, Srebrenica, Ruanda y Burundi, el exterminio de la UP…
Es estremecedora la entrevista de Yamid Amat al ministro Juan Camilo Restrepo que publicó El Tiempo el domingo.
Colombia no sabía que más de seis millones de hectáreas cambiaron de propietarios en los últimos 25 años por cuenta de actos violentos y criminales. Se dice que el país contiene unos 15 millones de hectáreas cultivables. Si la tierra despojada, abandonada o robada al Estado fuera cultivable en su integridad, entonces estamos frente a una colosal revolución en la sociedad rural, que afecta directamente a más del 40% de la base agropecuaria. Colombia, y el mundo, deben saberlo.
Lo que está diciendo el Minagricultura es la expresión de un funcionario valeroso y decente que debe servir para romper la indiferencia.
La revolución está aún en marcha, obviamente. Lo que se pretende es poner a funcionar a Colombia en un nuevo modelo social y económico, montado sobre una tragedia humana. Un modelo rural de grandes propietarios gestionado por una alianza, formal o de facto, entre narcos, paracos, asaltantes del aparato estatal y algunos miembros de ‘la gente de bien’. Un modelo favorecedor de las industrias extractivas, de la destrucción ambiental y de la expulsión campesina.
La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras es una victoria de la decencia. Juan Manuel Santos y su Gobierno, el Congreso impulsado por legisladores como Cristo y Rivera y varios otros de todas las fuerzas políticas, le están dando a Colombia el punto de partida de una nueva historia. Los retos administrativos, fiscales, militares, policiales y judiciales que ahora sobrevienen son enormes.
Sin la sociedad colombiana en su conjunto comprometida con esta empresa, iremos de lo sublime de esta ley como idea, a lo ridículo de un nuevo fracaso colectivo. Esta ley es la oportunidad para que Colombia pierda la indiferencia.